Buscar Iniciar sesión
Sección patrocinada por
Patrocinio Repsol

Jorge Soley: “Defender una cultura en las antípodas de lo woke es clave para sobrevivir”

El escritor publica un ensayo directo y demoledor sobre cómo la cultura de la cancelación afecta a los valores y deteriora la sociedad
PlatónIlustración

Creada:

Última actualización:

Jorge Soley, economista y escritor, patrono de la Fundación Pro Vida de Cataluña y ex presidente de European Dignity Watch, reflexiona sobre la cultura de la cancelación, la libertad de expresión y las batallas culturales en un ensayo, tan riguroso como ameno, que debería leer todo aquel al que le interesa o participa, de un modo u otro, en el debate público: Manual del buen ciudadano para comprender la cultura de la cancelación (ACDP).
−¿Cómo explicaría la cultura de la cancelación?
−Es silenciar, marginar, expulsar de las redes sociales, decretar la muerte civil para todo aquel que discrepa de la ideología woke. Se trata de crear un clima en el que nos autocensuremos y evitemos decir ciertas cosas que sabemos nos van a causar problemas. Algunos dicen que esto ha pasado más o menos siempre, pero creo que asistimos ahora a algo distinto y que ya no es la vieja tiranía. La cultura de la cancelación no solo trata de erradicar ciertas palabras y opiniones, sino que desvirtúa el significado de las primeras, llegando incluso a hacer que designen lo contrario de lo que hasta ahora significaban. Están convencidos de que así, desde el lenguaje, se transforma el mundo.
−¿Está entonces en peligro la libertad de expresión?
−La libertad de expresión absoluta nunca ha existido, toda sociedad reconoce algunos límites. Lo que estamos viendo es que esos límites se están estrechando de forma acelerada y arbitraria, dejando cada vez más cuestiones fuera del ámbito del debate público. Cada vez se nos exige más que nos atengamos al discurso permitido, que además tenemos que seguir de cerca, porque lo permitido hasta ayer pasa a quedar fuera de lo aceptable hoy. Como les ha ocurrido a las feministas que aún se atreven a afirmar que hay algo que se denomina «mujer». La pretensión de convertir cualquier deseo en «derecho» y la consideración de la ofensa como un pecado imperdonable hacen imposible el debate racional y civilizado.
−¿Es importante librar la batalla cultural?
−Lo importante, más allá de si la palabra «batalla» es la más apropiada o no, es darse cuenta de que es en la cultura que da forma a una sociedad donde nos jugamos nuestro futuro. Demasiados han pensado que lo prioritario para una sociedad es dar un buen nivel de vida económico y que, con la nevera llena y apartamento en la playa, ya está todo solucionado. No es así. Una sociedad opulenta pero roída por el odio es una bomba de relojería. Defender una cultura en las antípodas de lo woke es clave para sobrevivir, pues las dinámicas que nos han traido hasta aquí llevan ya muchos años desintegrando nuestro tejido moral sin suficiente reacción por nuestra parte.
−¿Cómo han conseguido estos grupos minoritarios tanto poder, llegando incluso a las instituciones?
−Por un proceso de infiltración inspirado en Gramsci y en el entrismo de Trotski y que se generalizó tras Mayo del 68. Con tácticas sectarias, de cooptación y apoyo mutuo, y de exclusión sin piedad del disidente. Recompensando a quienes se pliegan a la corrección política, que gozan de trabajos en los medios y en la administración a cambio de repetir las consignas woke. Y gracias también a la miopía de tantos que creen que si emplean un par de términos woke y no hacen demasiado ruido les perdonarán la vida.
−¿Qué papel tienen esto las redes sociales?
−Son el mecanismo de control, el lugar ineludible hoy en día para la comunicación y la herramienta a través de la que condenar a la muerte civil al disidente. El alcance inaudito de las redes sociales cambia las reglas del juego. Jonathan Haidt lo explica recurriendo a los incendios forestales en California: han existido siempre, es imposible eliminarlos por completo, pero los bomberos saben cómo manejarlos. Si por algún motivo el aire pasara de contener un 21% de oxígeno a un 80%, California entera estaría en llamas. Decir entonces que siempre ha habido incendios forestales sería ridículo. Se ha producido un cambio y la situación es diferente.
−¿Podemos ser optimistas? ¿Qué podemos hacer?
−Probablemente sea este uno de los momentos más lúgubres que se recuerden en este sentido. Cuando el clima es tóxico y se vive obsesionado por no ofender a nada ni nadie que se haya decretado como intocable es imposible crear algo valioso. Creo que se avecinan, o mejor dicho, que ya estamos viviendo tiempos difíciles y exigentes. Tiempos en los que seguramente sufriremos, pero en los que también podemos disfrutar mucho dando buena batalla. Cada uno debe hacer lo que pueda y sepa. Como individuos, asociados, como instituciones, desde los medios, desde las universidades, desde la política. No hay que renunciar a ningún ámbito. Estoy convencido, además, de que la realidad no es una tábula rasa absolutamente maleable y de que vamos a ver cada vez a más víctimas de la ideología woke revolverse contra ella. Descubriremos aliados que hasta hace poco eran impensables. Y, por supuesto, si somos capaces de abstraernos por un momento de la carga trágica del asunto es imposible no verle el lado cómico y echarse unas buenas risas. Vamos a ver aparecer una, dos, tres Titanias McGrath, y eso es una muy buena noticia.
  • Manual del buen ciudadano para comprender la cultura de la cancelación (ACDP), de Jorge Soley, 152 páginas, 12 euros.

LAS RAÍCES DEL DOGMATISMO

El autor describe cuándo nace la política de la cancelación en este valioso libro donde asimismo las terribles consecuencias que nos acarrea
Por Jorge Vilches
Hemos acumulado mucho material inflamable y ahora no para de arder. Eso es lo que dice Jorge Soley en este libro imprescindible para comprender el origen y el alcance de la cultura de la cancelación. Durante décadas se han construido los pilares de la corrección política gracias a la hegemonía izquierdista en la educación, de donde han salido generaciones de puritanos activistas, de inquisidores violentos que suplen la ignorancia con dogmatismo moral. Una auténtica dictadura.
Todo comenzó con la Escuela de Frankfurt, que tomó un concepto soviético, «políticamente correcto», usado por los comunistas para designar a lo que se mantenía dentro de la verdad oficial, y, por tanto, reprimir a la disidencia. A partir de ahí, Marcuse, Fromm y otros, inspirados en Marx y Freud sobre todo, desarrollaron la «Teoría Crítica». Consiste en detectar lo que en la sociedad no encajaba con su visión ideal y desmantelarlo a través del activismo. Había que derribar todo para construir al Hombre Nuevo y la Sociedad Nueva. En consecuencia, el objetivo de la docencia o la cultura no era saber más sobre la realidad, sino transformarla. Es lo que Jacques Derrida llamó «deconstrucción»: prohibir y censurar para imponer una verdad nueva a través de la propaganda y la coacción.
Nació el «activista comprometido», normalmente un cultureta de segunda que compensa su fracaso haciendo política. También los dirigentes se alimentan de la corrección política, así como las instituciones públicas y privadas. Hay universidades que retiran libros por considerarlos insultantes para determinados colectivos, que impiden conferencias que indignan a ciertos grupos o que permiten que se niegue la entrada de personas políticamente incorrectas. Todo lo que no es «progre» resulta ser patriarcal, fascista, racista, homófobo o transfóbico, y así se otorgan el derecho a censurar y vetar.
Soley describe este intento de hacer tabla rasa del pasado, de dictar el presente para forjar el futuro, que mide la cultura por estándares de diversidad sexual y racial, como en los premios Oscar, o censurando a Tintín, Astérix y Dumbo. O que alerta del «contenido peligroso» a los espectadores que ven «Lo que el viento se llevó» como si fuéramos niños.