Antonio Maestre: “Si de joven me veían leer era la mofa”
El periodista publica “Los rotos” para hablar de las costuras abiertas de la clase obrera y de cómo el origen determina nuestras vidas
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Antonio Maestre hace bueno lo de que uno es de donde pace y no de donde nace. Nació en Getafe, pero su carácter se forjó en Fuenlabrada, su patria, «allí adquirí mi espacio emocional», dice quien presenta nuevo libro, Los rotos (Akal). Un volumen que se salió de lo pactado inicialmente con el editor, pero que «era lo que había querido escribir toda mi vida».
Así, el periodista se introduce en las costuras abiertas de la clase obrera y asegura que el origen marca el resto de nuestras existencias. La suya fue una infancia «random» del sur de Madrid: padre camionero, empleado de la industria cárnica y de lo que tocase, y madre limpiadora. «También tuve un grupo normal de amigos. Fútbol, tonterías con las chicas y poco más».
−¿Ahí entraban los libros?
−Me gustaba leer, pero si me veían con un libro era la mofa. Reinaba la agresividad, el deporte y mostrarte más fuerte que el adversario. Leer era algo privado y oculto.
−¿Era clase obrera?
−Mi familia sí.
−¿Qué significa hoy pertenecer a ese estrato?
−Ha evolucionado mucho con el capitalismo y lo digital. Se ha atomizado todo. Los trabajos son más dispersos. Ya no existe esa comunión entre trabajadores y se ha modulado la conciencia de clase. Antes se vivía en comunidad.
−¿Los trabajadores entienden de ideologías?
−La ideología no solo se conforma por tu carencia o precariedad o con respecto a tu situación social. Es importante, pero no lo único. También valen las cuestiones culturales: la idea de España, los valores religiosos, el feminismo, el ecologismo... Antes solo se tenían en cuenta los valores materiales y si eras humilde debías votar a la izquierda porque te iba a ayudar a salir de esa. Pero hoy no hay una ideología que predomine en la clase trabajadora, que no ha votado todavía a Vox, pero puede darse. Izquierda y obreros pueden ser antagónicos. Muchos siguen anclados en análisis de los 70.
−Ha quedado, pues, desfasado lo de «no hay nada más tonto que un obrero votando a la derecha».
−Totalmente. Votar por unos valores culturales no es ser gilipollas.
−¿Este libro está escrito para que lo lea todo el mundo?
−Sobre todo, interpela a las familias trabajadoras y a la cultura del esfuerzo. Pero sirve para que cualquiera pueda repasar sus dificultades o privilegios. Nuestra vida está determinada por el origen. Partimos de una posición desigual dependiendo del código postal.
−¿Ser clase alta es una meta?
−Hemos visto el éxito económico como el desarrollo en la vida, y ahí hay unas dinámicas que frustran a la mayoría de la clase trabajadora. Pero en el capitalismo es difícil salir de esas tendencias. Los humildes solo quieren vivir lo mejor posible. Lo demás son debates burgueses.
−¿Con qué se sueña?
−Hoy el «boom» de las criptomonedas vende la posibilidad de ser millonario con una transacción.
−La antigua lotería...
−Son modelos muy minoritarios. Elementos aspiracionales para que no se vea la situación de verdad. Con esas dinámicas no te metes en sindicatos u organizaciones en las que desarrollar la solidaridad o unirte para hacer «lobbie».
−¿Por qué ya no quedan barrios enteros de un solo gremio?
−Esos vecindarios humildes se han desarticulado. Ahí se ponía en común la vida. Te sentabas con los vecinos o ibas a los negocios de siempre. Las estructuras de sentimiento, que decía Raymond Williams, dinámicas que ayudan a colectivizar problemas y soluciones. Esto se ha notado en la desarticulación de movimientos políticos y sociales, uno de los problemas de los partidos de izquierdas. Lo vemos en «La España de las piscinas», de Jorge Dioni, que muestra cómo el urbanismo crea ideología.
−¿Dónde están las «costuras abiertas» que se citan el subtítulo?
−Las tenemos todos. La clase trabajadora está en constante remiendo. Se fracturaba y se construía de nuevo, como mi madre cuando me ponía parches para coserme los pantalones.
−¿Vivir en lo que fue el Cinturón Rojo es hacerlo en el exilio?
−Eso era antes. La situación sociológica de estas ciudades ya no es la de los 80.
−Ha confesado que va con «autodefensa» por las amenazas que sufre. ¿Eso le lleva a la autocensura?
−Ejercer mi trabajo me ha provocado consecuencias. Podemos asumir que, por ser periodista, pueden existir, pero otra cosa es qué tipo de persecuciones son aceptables. Entiendo que no todo el mundo esté dispuesto a pasar por esto o que, al menos, se piense hacer otro tipo de periodismo. Reconozco que me he planteado hasta qué punto me compensa. Luego, ves que no se te tiene en cuenta más que por el último tuit, se olvida todo lo anterior y te conviertes en diana de los que, supuestamente, son próximos a tu percepción ideológica de la vida. No sé si todo eso merece la pena cuando lo único que hacemos es escribir.
−El ruido y la poca memoria de Twitter...
−En principio, lo tomé como un espacio de debate, ahora, lo es de difusión. Yo no leo Twitter. No pretendo abrir debates porque está intoxicado. Le damos demasiada importancia, es una burbuja endogámica en la que se tratan temas que no importan a la mayoría de la población. En el fondo, es una red de periodistas que contamos la «realidad». Pensamos que la realidad es esa y confundimos nuestra pompa con la sociedad. Estamos dando voces y gritos y solo nos escuchamos nosotros. Eso no es la sociedad. Le damos más importancia de la que tiene.
- Los rotos (Akal), de Antonio Maestre, 256 páginas, 20,50 euros.