El dramaturgo y director escénico José Luis Alonso de Santos

José Luis Alonso de Santos: “Es una broma creer que voy a cambiar la historia con una obra”

Cerca de cumplir los 80, el dramaturgo vallisoletano recogerá el Premio Max de Honor el 6 de junio en Menorca por sus seis décadas de carrera, donde sobresalen dos piezas del peso de “Bajarse al moro” y “La estanquera de Vallecas”

Bajarse al moro y La estanquera de Vallecas son historia de este país, pero su responsable, José Luis Alonso de Santos (Valladolid, 1942), hace de padre ejemplar y tira balones fuera cuando toca elegir una sola de todas las piezas que han salido de su cabeza en los últimos 60 años: «Cada una responde a un momento, a una inquietud». Va camino de los 80 y no guarda en la mochila algo de lo que arrepentirse. «No cambiaría nada», afirma tajante el que fuera un niño que «soñaba con ser mayor». Pues bien, ya mayor, dice orgulloso que, de repetir vida, el guion sería el mismo. Y motivos tiene para no cambiar, pues algo habrá hecho bien cuando los Premios Max ratifican (si es que fuera necesario) la carrera del autor con una manzana de Honor (que se entregará el 6 de junio) «por su amor profundo a la comedia y por su labor como ensayista y divulgador de las artes escénicas», defiende el jurado.

El dramaturgo recibe a LA RAZÓN sentado al fondo del patio de butacas del Teatro de la Comedia, sede de una institución (Compañía Nacional de Teatro Clásico) que conoce bien y que dirigió de 2000 a 2004. Es media mañana y saca un sándwich y un plátano del bolsillo: «¿Me das cinco minutos?», pide. Por supuesto. Devora el tentempié en lo pactado y le sale la vena creadora: «De todo esto se puede hacer literatura. Un simple plátano es literatura», asegura el maestro.

−¿Qué siente en este coliseo?

−La responsabilidad del trabajo, pero como me gusta y me lo paso muy bien, pues estoy feliz. Menos la parte de la gestión...

−Sabe bien de qué va eso.

−Pero soy más hábil escribiendo que gestionando. Otra cosa es que me pusieran al frente por ser psicólogo. Tengo cierto equilibro aparente porque procuro no perder la dimensión de las cosas, que es algo que, en el arte, es habitual. Uno hace una obra, la ven cuatro gatos y ya cree que ha cambiado el mundo. La gente del teatro decimos cosas con las que se nos podía caer la cara de vergüenza.

−¿Es eso norma entre las piezas «modernas»?

−Es lo normal en ese tipo de teatro. Es un bosque en el que vale todo, llegas con la oferta de que te dan algo nuevo y luego no sabes ni lo que has visto.

−¿Debe valer todo en el teatro?

−Depende de cuánto dinero se haya gastado/derrochado. Si se ha pagado con los impuestos y se hace una tontería... Ufff. Es muy diferente si hay dinero público o privado.

−¿Fue ese uno de sus dilemas cuando ha sido gestor?

−Es incómodo. Como creador tienes menos responsabilidad porque procuras hacer siempre lo mejor. Depende de tu imaginación y/o talento. La gestión es diferente: aceptas un encargo que tiene que ver con la cultura, un jaleo, y cuando fracasa un espectáculo lo hacen muchas otras cosas y no solo la obra. Yo tenía, por encima de todo, la obligación de defender a los clásicos españoles. Acepté y luché a muerte por ello, por hacerlos en su mejor versión. Es como preparar una exposición de Velázquez y demostrar que no es antiguo. El arte tiene una responsabilidad social. Igual que operar a alguien: un médico de urgencias debe saber operar. No vale hacerlo para ver qué sale. No vale la medicina experimental en urgencias; y habría que ver dónde hacer ese teatro experimental. Está bien buscar nuevas formas, pero hay que avisar.

−¿Como un menú de prueba?

−Como decir: «Le operamos, pero no tenemos la garantía de que vaya a salir bien». No es lo mismo un Shakespeare con un director de prestigio que con uno nuevo, debes saber dónde te metes.

−¿Siente que ha cambiado el teatro en seis décadas?

−Veo la misma ilusión. Hay obras buenas y malas. Eso es parecido. Distinta es la facilidad de comunicación, que es mayor... hasta cierto punto, porque siempre hay censura de lo políticamente correcto.

−¿Es esta la peor censura?

−La peor siempre es la económica: cuando das subvenciones a unos y no a otros. ¿Por qué se hace uno u otro teatro? Por las subvenciones. Sin subvenciones, los espectáculos rentables entrarían en los dedos de una mano.

−¿Sufre con la autocensura?

−Sí, pero Lope y Calderón también. Es parte de la historia del arte. Imagina una obra, que no digo que haya que hacerla, es más, yo no la haría, que fuera contra Mahoma o a favor de la violencia de género... La prohibiría la Guardia Civil. No hay censura siempre que toques los temas permitidos.

−Como filósofo, ¿cómo ve la situación de Europa?

−Está demasiado encima, no tengo perspectiva. Pero no creo que las crisis, las mentiras o las batallas sean peor que en otras épocas. Cuando te asuste el telediario, abre un libro de Historia, que siempre es aterradora. El ser humano es sospechoso habitual, hemos creado paraísos e infiernos al mismo tiempo. Hoy es Ucrania y antes fue otro lugar. La diferencia respecto a otros tiempos es el lenguaje. Antes el relato no importaba. No se disimulaba: la propaganda de Goebbels era un acontecimiento en sí y cuando Stalin mataba a un millón de campesinos ni hacía un relato.

−Hoy solo hay relatos, ¿demasiados?

−Porque hay mucho medio de comunicación. El relato es inmediato e impregna. Cuando se hace un gobierno [central, autonómico o local] todos se convierten en «ministros de Relatos» antes que de la cartera oportuna. Las palabras valen para todo, también para mentir. Hay que distinguir las medicinas buenas con efectos secundarios de las malas; y saber nuestros límites: es una broma creer que voy a cambiar la historia con una obra.

−Directores, autores y actores siempre venden lo de cambiar la sociedad con sus piezas...

−La palabra sociedad es muy compleja. La misión del arte es crear arte. Dar una dimensión imaginaria. El problema del relato es que la palabra es un pantano y si te metes te empantanas. Hay que trabajar desde fuera y no caer en el «antirrelato». El arte debe enfocar la vida desde otro ángulo. No me interesa el teatro que intenta modificar políticamente la vida porque se mete en una trampa. Me interesa plantar flores para que crezcan y tapen la basura. La cultura de la palabra simulacro te lleva a la política del simulacro. Yo estoy en guardia contra los prejuicios, sobre todo, contra los míos.

−¿Dentro de qué género metería los últimos años: tragedia, drama, comedia, vodevil...?

−Sospecho que se ha confundido la democracia con el destino del arte. En política, se hace mucho arte. Todo ese teatro se ha convertido en la espumilla del mar en la arena de la playa y hay que pensar en los grandes fondos marinos.

−¿Sabría quedarse con una sola obra de su carrera?

−No. Cada una responde a un momento y a una respuesta a la sociedad; a un sufrimiento, una inquietud, un mundo injusto, dar voz a los que lo necesitan...

−¿Sigue escribiendo?

−Sí, pero con otra energía.