Lord Byron, ni Don Juan crápula ni escritor vicioso
Un volumen reúne sus diarios, un conjunto de textos que redibuja la figura del escritor a partir de sus preocupaciones y emociones.
Un volumen reúne sus diarios, un conjunto de textos que redibuja la figura del escritor a partir de sus preocupaciones y emociones.
Todo creador debería dejar por escrito el lance de sus memorias, la crónica sucinta de sus días, para resguardarse y desmentir las leyendas falsas y los mitos espurios que con el tiempo vienen a horadar la imagen, la figura que uno se ha ido esculpiendo con la obra. Lord Byron arrastra una imagen de poeta romántico, de don Juan algo crápula y vicioso, de grafómano con talento, que a lo mejor no arroja un daguerrotipo certero de los diversos planos que se adunaban en su personalidad, pero que las películas, las biografías por encargo y los estereotipos, que tan cómodos son para pensar (o dejar de pensar, según se observe), han difundido desde aquel temprano fallecimiento el 19 de abril de 1824 que acabó por orlar su celebridad y en el que algo tuvieron que ver «tres médicos incapaces» que lo sangraron con sanguijuelas.
Su fama, más mala que buena, sin embargo perduró y, de hecho, comulga de manera inmejorable con esta nueva sociedad del espectáculo donde cuenta más la anécdota que la verdad y que a tan pocos les interesa el dibujo exacto de los hombres. El escritor que, como los héroes griegos, falleció joven y mecido por la gloria que le había procurado la literatura, tuvo la preocupación de rubricar unos textos de carácter personal que, por diversos avatares, acabaron en el hueco de una chimenea. Para compensar la pérdida de unas líneas que, quién lo puede dudar, abundarían en enjundiosos detalles, han sobrevivido los cuadernos y pliegos de varios diarios que, después de una historia de empobrecedoras y mutiladas traducciones, se editan ahora por el escritor Lorenzo Luengo, que ha brindado al lector una edición completa, pormenorizada y contextualizada que, de momento, no existe ni en Estados Unidos ni en Inglaterra. El volumen reúne «Diario de Londres», «Diario alpino», «Diario de Rávena», «Mi diccionario», «Pensamientos aislados» y «Diario de Cefalonia».
Una prosa pura
Lord Byron emprendió la primera redacción para escapar de la sombra de una depresión que le perseguía con terca insistencia y, aunque dejó y retomó esa tarea de forma intermitente a lo largo de su vida, lo que nos ha llegado hasta hoy es un rico y próximo testimonio de los ánimos que empujaban su conducta y las sensibilidades y emociones que agitaban su espíritu. Asoma aquí un retrato inusual de un autor que a ratos se revela cínico, insolente, franco, descarado, pero, a la vez, sin menoscabo, candoroso y con humor, capaz de reírse de los demás, como un cáracter que se obligaba a avanzar hasta el filo de los precipicios interiores para después saltar sobre el abismo desde el trampolín del humor. «Es un Byron cercano –puntualiza Luengo–, intimista, que no habla en voz alta, que traza una literatura sin pendanterías, en la que consigna su manera de mirar el mundo contemporáneo, lejos de las preocupaciones políticas que atraían tanto a sus contemporáneos, dejando la impresión de que escribe aislado, algo que le da una pureza literaria y que es justamente lo que procura esa cercanía con nosotros».
Hasta los diez años de edad, Lord Byron ni tenía dinero ni tampoco disfrutó de su condición aristocrática. Una experiencia que marcaría su conducta, aunquen en abundantes casos, haya preferido esconderla. El aura que aún le rodea de amante inclemente sin ser equivocada tampoco es correcta. Es cierto que amó a su hermana y que en su comportamiento se adivinan ambigüedades que han hecho verter ríos de tinta. Lo que pocos se detienen a definir es la tremenda generosidad que mostró con amigos y amantes. Cuentan que cuando se topó en su camino con una anciana que portaba leña, le insinuó que ese no era trabajo para una persona que frisaba los noventa años y para evitarla en el futuro esa ingrata tarea la pagó desde entonces una pensión. Su dadivosidad alcanzó a la escritora Mary Shelley, autora de «Frankenstein», que al enviudar del poeta Pierce Shelley, le procuró dinero y, por tanto, manutención, por dos vías distintas: contratándola para que transcribiera sus poemas y, entregándole otra suma a través de una amistad común para no herir su orgullosa sensibilidad. También aflora un joven (murió con 36 años) con una clara atracción hacia las artes y los intelectuales, pero que exhibe un evidente desdén hacia sus colegas escritores, henchidos de ego, y por los que tenía ninguna estima intelectual. Su ideal romántico era el individuo realizado en la acción, más que en un gabinete, y la escritura para él solo era una manera de sobrellevar el aburrido fluir de la existencia.