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Los niños de la Alemania nazi

En su libro «Teenage. La invención de la juventud», Jon Savage analiza diferentes formas de culturas juveniles, entre ellas, las Juventudes Hitlerianas
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El 30 de enero de 1933, una chica alemana llamada Melita Maschmann fue con sus padres a ver el desfile con antorchas para celebrar la toma de posesión del nuevo Reichschancellor, Adolf Hitler.
El 30 de enero de 1933, una chica alemana llamada Melita Maschmann fue con sus padres a ver el desfile con antorchas para celebrar la toma de posesión del nuevo Reichschancellor, Adolf Hitler. La «sensación extraña» de esa noche de Berlín quedaría grabada en su memoria el resto de su vida: «El estrepitoso paso de las botas, la sombría pompa de las banderas rojas y negras, la luz titilante de las antorchas en los rostros y las canciones con melodías agresivas y sentimentales al mismo tiempo. Las columnas desfilaron durante horas. Una y otra vez, entre ellas, veíamos grupos de chicas y chicos apenas mayores que nosotros». Treinta años más tarde, Maschmann se recordaría a los quince años buscando un «propósito fundamental»: «A esa edad, una descubre una vida que consiste en tareas escolares, salidas con la familia e invitaciones a cumpleaños absolutamente desprovistas de importancia. Nadie nos da crédito por estar interesados en nada más que en estas trivialidades irrisorias. Nadie dice: “Te necesitamos para algo más importante, ¡ven!”. Cuando de asuntos serios se trata, todavía no contamos. Pero los chicos y las chicas que desfilaban en las columnas sí contaban. Como los adultos, portaban pancartas en las que estaban escritos los nombres de sus muertos». «Quería sumirme en esta corriente, sumergirme en ella y que me arrastrara –recordaría más tarde–. “Por la bandera estamos dispuestos a morir”, habían cantado los portadores de las antorchas. No era una banalidad relacionada con la ropa, la comida o las redacciones escolares, sino una cuestión de vida o muerte. ¿Para quién? ¿Para mí también? No sé si me hice estas preguntas en ese momento, pero sé que estaba dominada por un deseo ardiente de pertenecer a esa gente para la que aquello era una cuestión de vida o muerte». Esa era, exactamente, la reacción que Adolf Hitler deseaba. Los nazis llegaron al poder invocando a la juventud en términos abstractos como agente activo del cambio y movilizando a los jóvenes de carne y hueso mediante la mística del conflicto, la acción y la pertenencia.
A finales de 1933, cerca de 3,5 millones de jóvenes alemanes se habrían incorporado a las Juventudes Hitlerianas. Esto se debía parcialmente a los sistemas coercitivos establecidos por el nuevo régimen, pero los nazis también aprovechaban «el antagonismo entre las generaciones». Unirse a las Juventudes Hitlerianas ofrecía a los adolescentes alemanes sin propósito un objetivo en la vida y poder hacer frente a sus padres, que estaban, en muchas ocasiones, identificados con la despreciada República de Weimar. Consciente de que muchos de los nacidos y educados durante la República no entregarían su «ser más íntimo» a la revolución nazi, Hitler se esforzó en adoctrinar a la siguiente generación, la de aquellos cuyos valores no estaban aún formados. Como declaró en 1933: «Cuando un rival dice: “No me pasaré a tu bando”, respondo con calma: “Tu hijo ya nos pertenece [...] Tú morirás. Tus descendientes, no obstante, están ya en una situación nueva. En poco tiempo no conocerán nada que no sea esta nueva comunidad”».
La política pasó a ser la nueva religión de las masas de jóvenes europeos y la polarización, su comunión. La lucha entre el comunismo y el fascismo se convirtió en «la lucha entre las fuerzas del bien en el mundo y las fuerzas del mal». El pensamiento en términos de blanco y negro se asume con facilidad en la mente adolescente, aún no contaminada por la muerte, la edad ni las concesiones y, de hecho, ofrece la certeza bien recibida del impulso religioso. Numerosas memorias e historias contemporáneas de la juventud alemana, británica y francesa (incluso estadounidense) de los años treinta plantean la misma pregunta: ¿de qué lado estás tú? Tanto si era de izquierdas o de extrema derecha, la política poseía una cualidad mística en los inicios de los años treinta que exigía la sumisión del ego individual en el ideal colectivo: el sacrificio descrito por el poeta Louis MacNeice como «la propia realización mediante la renuncia de uno mismo». Este impulso sincero e idealista, no obstante, se vería canalizado hacia las dos ideologías totalitarias opuestas de la época. La ironía era que estos enemigos mortales tendrían la misma creencia de base: queremos lo mismo... un nuevo sistema. En ningún país europeo sería mayor el contraste ideológico que en Alemania.
Guerra antes que paz
Con antelación a la crisis económica, los intentos por parte de los nacionalsocialistas de organizar a la generación más joven habían tenido escaso éxito. Las Juventudes Hitlerianas, creadas a mediados de los años veinte, no se habían integrado en los Bunde mayoritarios: eran poco más que camorristas callejeros. Tras el nombramiento de Baldur von Schirach como su líder en 1928, lograron atraer a las clases medias recién empobrecidas. Se convirtieron en una organización paramilitar centrada en lograr el apoyo social mediante soberbios desfiles en las grandes ciudades. La violencia que estos despliegues generaban suponía un importante incentivo para los más jóvenes e inquietos. Para buena parte de los jóvenes alemanes, la guerra era preferible a la paz.
En su visita a Alemania posterior a las elecciones de agosto de 1932, el periodista francés Daniel Guérin sentía que el país se había «inclinado ya del lado de los nazis. Es una epidemia que causa estragos en todas partes». El autor francés se sentía atraído por la camaradería juvenil que persistía a comienzos de los años 30. En su primera noche en Alemania, entró en un albergue juvenil lleno de «jóvenes de quince a veinte años, de pelo rubio, voces viriles y rostros voluntariosos. Allí contemplo por primera vez el lado más oscuro de esa camaradería alemana. La joven comunidad de errantes, hasta entonces apolítica, se había escindido de manera irrevocable. El gran salón común del albergue se dividía en dos facciones enfrentadas que cantaban y se gritaban una a la otra “velando las armas”. Uno de los combatientes se explicaba: “En el fondo queremos lo mismo [...] un nuevo mundo, radicalmente diferente de este, un mundo que no destruya ya el café y el trigo mientras que millones de hombres pasan hambre, un nuevo sistema. Pero unos creen a pie juntillas que se lo dará Hitler y otros que lo hará Stalin. Entre nosotros solo existe esa diferencia”».

Para saber más

Jon Savage
696 pp.
29,95 €

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