Los últimos testigos del horror nazi
Montserrat Llor recoge en un volumen las experiencias de los españoles que sobrevivieron a los campos de concentración alemanes
Tenía 17 años y aún llevaba el pelo repeinado hacia atrás. Traía en la ropa el polvo de la guerra y en los ojos la mirada que siempre deja la derrota cuando los alemanes le prendieron. Estaba con su padre y su hermano y luchaban por Francia. Jamás imaginó que la supervivencia dependería de su voluntad y no de su habilidad como soldado. «Nada más llegar al campo de exterminio de Mauthausen veías lo que era, el tratamiento que se dispensaba a los prisioneros, los vivos parecían cadáveres. Muchas personas parecían esqueletos. El mundo se nos cayó encima. Enviaron a ese campo a 10.000 españoles. Sólo sobrevivimos 2.000». Ramiro Santisteban apenas alcanzaba la altura de un adolescente espigado. Sólo era un muchacho con el hambre y la tristeza de los que dejan su tierra atrás. Igual que José Marfil, otro exiliado español que había cruzado la frontera huyendo del conflicto civil español para encontrarse con aquella otra guerra civil europea que resultó la Segunda Guerra Mundial. Contaba con 18 años cuando atravesó los Pirineos. Y es el hijo del primer español que murió en Mauthausen.
Un recuerdo imborrable
La Wehrmacht habían despedazado sus unidades y ahora les rodeaban. Eran los días de Dunquerque, de la retirada de las tropas aliadas de Francia y ellos, que soñaban con frenar el fascismo en el país vecino, vieron, de nuevo, truncadas sus ilusiones. «Habíamos perdido la contienda. El ejército de Franco estaba en Barcelona y pasamos la frontera. Al otro lado, los franceses nos recibieron como borregos, nos encerraron en las playas en pleno invierno, rodeados de alambres de espino y vigilados con soldados». Pero él no se rindió. Siguió peleando, pero esa lucha le condujo a uno de los «lager» alemanes más famosos. «Estuve allí cuatro años. Todas las noches recuerdo Mauthausen, pienso que estoy en el campo, pero luego y estoy en casa, vivo».
Son dos de los testimonios que Montserrat Llor ha recogido en «Vivos en el averno nazi» (Crítica). Un libro que reúne las vivencias y experiencias de los españoles que sobrevivieron al genocidio alemán. Una investigación que comenzó en su propia casa, con los viejos recuerdos familiares que le condujeron a un pasado silenciado. El hallazgo de una pulsera de identificación en una caja le reveló un secreto silenciado: su tío abuelo estuvo internado en un campo de concentración francés. A partir de ahí nació su resolución de recoger las palabras de los últimos españoles vivos que habían pasado por esa vivencia. «Allí tocaban la campana a las cuatro de la mañana en verano y en invierno. Salías a formar y desde esa hora hasta las seis tenías que permanecer allí, quietos, malvestidos y firmes», recuerda Ramiro Santisteban. En su memoria todavía permanecen los terribles escalones que tenían que subir y bajar cargados con piedras. «Aquella escalera tenía 180 peldaños. Al llegar yo todavía no existía. sólo eran piedras. Un camino muy peligroso. Muchos presos murieron aplastados en ese lugar. La escalera la hicimos luego los españoles. Igual que los muros del campo, que los levantaron sobre todo aragoneses». Para él, la cantera de Mauthausen era el peor lugar de todo el campo. El sitio donde muchos hombres renunciaron a su voluntad y se entregaron al destino. «Lo peor eran los cabos. Los nazis no mataban directamente. Lo hacían los cabos. Ellos te maltrataban. Casi todos eran alemanes. ¡Pero qué alemanes! Los peores. La mayor parte venían de las cárceles, eran delincuentes. Uno de ellos había matado a su esposa y había clavado sus pechos en la puerta. Y ellos te golpeaban en la cabeza, en la espalda, donde fuera». La experiencia de Marfil no resulta muy diferente: «Aquello era una fábrica de matar. Cada día, al regresar al barracón, nos decíamos: "Hemos pasado hoy. Mañana veremos". Allí morían cientos de hombres cada jornada. El tiempo era horrible, hacía mucho frío y la comida era nada». Santisteban todavía es capaz de describir aquel rancho, si eso era rancho: «Nabos y patatas cocidas, a veces comías sin saber qué comías. Había un salchichón blando que desconocías qué podía ser y que no sabía a nada. Eso es lo que tenías para sobrevivir a temperaturas de 30 grados bajo cero en la cantera. Y sólo tenías un abrigo tan fino que podías leer el periódico a través de él».
Olvidar para vivir
¿Pero cómo sobrevivieron? Para Santisteban resultó esencial la solidaridad de los españoles. «Nosotros éramos el orgullo del campo. Nos ayudábamos unos a otros. Los ciudadanos de ningún otro país lo hacían». Algunos preferían aislarse del mundo, no pensar en los familiares ni en los amigos. Ver cómo un pariente cercano sufría o fallecía delante de ti te hundía la voluntad y podía conducirte a la muerte. «Tenías que olvidarte, no pensar en nada. Si te centrabas en tu padre, tus hermanos... eso era malo. Yo he visto morir así a gente. Se metían en un rincón a llorar... Al final un cabo les mataba a palos». Santisteban había sido alojado en un barracón cercano a las cámaras de gas de Mauthausen. «Estaba frente al crematorio. No cesaba el olor a carne quemada. Cada vez que lo activaban, las llamas sobresalían por encima de las chimeneas. Durante los cinco años que estuve funcionaron constantemente. En los hornos, que estaban hechos para meter un cadáver, introducían hasta dos o tres para quemarlos. Yo veía el resplandor del fuego por la ventana que había al lado de mi catre. Los judíos no tenían ninguna esperanza de salvarse. Los mataban rápidamente. El resto, si tenías buena salud, alguien te ayudaba y conseguías un buen trabajo dentro del campo... podías sobrevivir. Al final te acostumbrabas a ver cómo mataban a la gente».
–¿Y la población de alrededor sabía lo que ocurría allí?
–La gente que vivía en el pueblo pasaba por allí todos los días. Veían a los dos mil presos trabajando todos los días en las canteras. Los civiles iban acompañados por los alemanes, pero los SS no les impedían ver cómo mataban a la gente. Los SS no escondían lo que hacían.