Maestro y artista excepcional
Conocí a Julio cuando los dos estudiábamos en la Escuela de Bellas Artes en Madrid en los años cincuenta, que es como decir casi toda la vida. Era un hombre muy inteligente y lo ha seguido siendo, un ser excepcional que destacaba entre el resto ya desde alumno. Era de lo mejor que había aquellos años, lo mismo que en los estudios, con un expediente bárbaro. Siempre fue un buen alumno. Poseía facultades y eso se notaba a la hora de enfrentarse, primero a los ejercicios y después al trabajo. Nos llevábamos seis años de diferencia y yo, siempre que podía y cuando me quedaba un hueco en los descansos entre las clases, me iba a verle trabajar para aprender porque impartía lecciones sin saber que lo hacía. Luego, años después, le dije que siempre había tenido paciencia conmigo. Se lo he recordado muchas veces mientras él rompía a reír. Julio era bastante mejor de lo que dejaba ver. No conozco a otro artista con las facultades que el exhibía, capaz de aunar inteligencia con las dotes suficientes como para destacar. Fue un hombre poco aparatoso, nada dado a la exhibición y mucho menos al histrionismo, lo mismo que le sucedía a su hermano Paco. Una lástima que se hayan ido tan seguidos en el tiempo. Ninguno de los dos tenía el vicio ni tampoco la tentación de aparentar más de lo que eran. Jamás lo hicieron.
Decir si ha sido o no suficientemente valorado como artista, como escultor, exigiría un espacio para la reflexión que ahora ni tengo ni puedo hacer porque es bastante difícil de saber, aunque creo que podía haber sido un poco más. No obstante, ahí están sus obras que forman el legado que deja para quienes hemos gozado de su amistad y para las generaciones venideras, como esa mujer que va caminando, «Úrsula» se llama la pieza, modelada en barro, en arcilla a mediados de los sesenta y que posee una belleza y una rotundidad que siempre me han llamado la atención. O ese momento creativo en que trabaja la escultura de sus padres me parece que posee un enorme valor. Le he admirado siempre.