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Más que amistad

La Razón

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Hubo un tiempo en que el arte y la vida eran lo mismo porque se retroalimentaban, se consolaban, uno justificaba la otra por completo. Los ideales por alcanzar la cumbre artística, la entrega a lo poético, estaban en el ADN de los pertenecientes a la Generación del 27, a los huéspedes de la Residencia de Estudiantes, hoy ya tótems universales de la literatura y el arte: iconos de todo un siglo, donde el martirio y la locura, el exilio y la traición, la trasgresión y la genialidad se funden en una historia que no tiene fin.
Lorca y Dalí vivieron en y por su arte, pero compartido en amistad. Y ésta es amor, al individuo y al creador que lleva dentro: «Te quiero por lo que tu libro revela que eres, que es todo al revés de la realidad que los putrefactos han forjado en ti», dice Dalí al granadino por carta en 1928. Por su parte, Lorca dedicará una extensa «Oda a Salvador Dalí» en la que canta a su «corazón astronómico y tierno». Dos caracteres hiperestésicos que confluyen, pues, frente al mar de Cadaqués, amándose hasta rozar lo erótico, admirándose desde el platonismo. De tal modo que los cuadros del pintor beben de los versos del poeta, y viceversa. Ian Gibson, en «Lorca y Dalí. El amor que no pudo ser» (1999), habla de cómo aquel encuentro «fue enormemente fructífero para la creatividad de uno y otro, dando lugar a un complejo tejido de influencias, complicidades, sugerencias, trasvases y reacciones». En 1930, Lorca manifiesta a su amigo las ganas de mostrarle sus «cosas nuevas» al tiempo que arde «en deseo de conocer» cosas suyas. Un compartir este como base para una amistad artística que duró más allá de la muerte lorquiana, pues tendría siempre Dalí en su pincel, en su pensamiento, a su «Federiquito».