Medina Azahara, el Versalles de Abd al-Rahman III
La ciudad califal de las afueras de Córdoba es reconocida como Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco y sitúa a la población andaluza, con cuatro reconocimientos de este tipo, al nivel de París y Roma
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La ciudad califal de las afueras de Córdoba es reconocida como Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco y sitúa a la población andaluza, con cuatro reconocimientos de este tipo, al nivel de París y Roma.
La ciudad aúlica fundada por Abd al-Rahman III (891-961) ya es oficialmente Patrimonio de la Humanidad. Desde que en 1923 Madinat Azahara es declarada Bien de Interés Cultural hasta nuestros días, diversos trabajos arqueológicos han sido llevados a cabo por arquitectos y especialistas durante mas de 50 años: Leopoldo Torres Balbás, en los 50; y Félix Rodríguez Jiménez y Rafael Manzano, entre 1975 y 1985. La campaña de restauración realizada de 2001 a 2004 en la zona del Alcázar y la casa de Yafar donde se cree que habitó el primer ministro del califa, permitieron la mejora de un yacimiento que en el 2015 fue inscrito en la lista indicativa de España del Patrimonio de la Humanidad y el 12 de enero de 2017 se registra su candidatura como monumento clasificado por la Unesco.
Junto con la Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba y el Alcázar de Sevilla, la ciudad palatina de Madinat al-Zahara completa el panorama de la herencia cultural de al-Ándalus en la Península Ibérica. Se trata así de un caso único en el mundo, una ciudad construida en el 936 por Abd al-Rahman III como parte de un programa político e ideológico ligado a la instauración del Califato.
Una excelente calzada conducía desde Córdoba a la ciudad palatina. Ésta salvaba varios arroyos mediante sólidos puentes con arcos de herradura, de los que todavía subsisten dos y quedan restos de otros cuatro. Para llegar hoy en día a esta ciudad abandonada y que guarda la memoria del periodo de máximo esplendor de al-Ándalus hay que recorrer, desde Córdoba, ocho kilómetros en dirección Palma del Río y después acceder a la ladera de la sierra donde se sitúa el sitio arqueológico. Un lugar que fue abandonado y donde el visitante aún puede experimentar lo mismo que contemplaba el poeta Ibn Zaydum (1003-1070) cuando en las sesiones en los jardines entonces habitados veía con su amada Wallada la vega del Guadalquivir: «Qué claro el horizonte y qué serena nos ofrece la tierra su semblante».
Si bien la tradición romántica afirmaba que el nombre de Madinat Al Zahara obedecía al de la favorita del Califa, lo cierto es que el análisis lingüístico nos posiciona en una fundación político-administrativa. Zahara significa «la resplandeciente, la brillante», una declaración de intenciones como símbolo de poder mostrando su superioridad a los fatimíes de Ifriquiyya, y su completa independencia de Bagdad, superando en belleza y esplendor a los califas abasíes y especialmente a la ciudad de Samarra.
Traslado de la corte
La construcción comenzó a finales del 936 de la era cristiana, a cargo del maestro alarife Maslama ben Abdallah, y continuaron hasta los tiempos de su hijo y sucesor en el califato, al-Hakam II. En el 945 se produce el traslado de la corte a esta ciudad, que en esos momentos contaba con la Mezquita Aljama (941), el salón Rico y diversas dependencias. La Ceca o Casa de la Moneda no se moverá hasta 947-948. En el 1010, como consecuencia de la final de la guerra civil, la ciudad palatina es abandonada y los saqueos y enfrentamientos arruinaron la población más bella de la Bética.
El hecho de estar aislada de Córdoba, lejos de la especulación urbanística, ha permitido que durmiese semienterrada, abandonada y olvidada hasta que a principios del 19 comience su restauración. El complejo palacial restaurado pone de manifiesto una ciudad palatina de alrededor de 113 hectáreas, de la que no todo el perímetro ha sido puesto en valor. La planificación urbanística de la urbe se adapta la topografía, al medio, a la montaña, sobre la planificación rígida sin condicionantes topográficos previos de ninguna naturaleza. Esta circunstancia ha modelado su urbanismo y obligado a construir un sistema de terrazas escalonadas que permitió situar cada edificio en la posición exacta que se deseaba en relación con los demás de acuerdo con una rigurosa jerarquía: el califa en el nivel superior, el príncipe heredero y los órganos de la Administración en un escalón más bajo y, en la base de esta estructura jerárquica, la población común, los servidores. Urbanísticamente el alcázar se muestra como un conglomerado de edificios de diverso tipo: residenciales, religioso, administrativos, de trabajo y servicio y de representación, y cuenta con espacios de relación –grandes plazas– y extensos jardines que se encuentran entre los más amplios conservados del mundo islámico temprano. Entre éstos hay que destacar tres de uso califal: el denominado en los textos Dar al-Mulk («Casa Real»), que fue la residencia de Abd al-Rahman III; la llamada Vivienda de la Alberca, identificada con la residencia del califa al-Hakam II, construida cuando aún era príncipe heredero, y las Habitaciones Anejas al Salón de Abd al-Rahman III y su decoración aplicada de ataurique. A éstas hay que unir la vivienda del todopoderoso hayib («primer ministro») del Estado califal, Ya‘far al-Siqlabi, cuya estructura arquitectónica comprende espacios de representación y trabajo, habitaciones privadas y estancias para el servicio. Junto a las habitaciones privadas se construyeron los espacios de representación, entre los que destaca por su impacto y belleza el Salón Rico, o salón de Abd al-Rahman III.
Fiesta de los sacrificios
Es el eje central del recinto palaciego, construido entre el 953 y el 957, data cronológica a través de las inscripciones en las basas de las columnas. Este edificio lo identificamos con el denominado maylis al-sharqi en las fuentes («Salón Oriental»), que fue el escenario donde se celebraron la mayor parte de las audiencias de embajadas y las dos grandes fiestas religiosas islámicas anuales, id al-fitr («fiesta de ruptura del ayuno») e id al-adha («fiesta de los sacrificios»), durante los últimos años de Abd al-Rahman III y durante todo el gobierno del califa al-Hakam II. Los arcos de herradura califales con policromía bicolor alternando dovelas en blanco y rojo, apoyados sobre fustes de columnas de diversos colores con riquísimos capiteles de mármol calado a modo de avispero, fueron escenario de solemnes ceremonias y recepciones de embajadores. Por él desfilaron algunos de los más importantes dignatarios de la época, tanto del mundo mediterráneo como del Imperio germánico y de los reinos cristianos peninsulares; entre otros, la reina Toda de Navarra, Sancho el Craso, el rey de León Ordoño IV, los embajadores del conde Borrell de Barcelona, los del conde de Castilla, el embajador del emperador bizantino Juan I Tzimisces y, en repetidas ocasiones, distintos representantes de los idrisíes Banu Hasan, pasados a la obediencia del califa.
Las voces de todos ellos quedaron sepultadas entre las ruinas del salón, la mezquita, los baños, las habitaciones del «yund», los jardines en terrazas colgantes... Una memoria olvidada del esplendor de al-Ándalus de la que ahora se hace eco la Unesco.