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«Mi padre fue un artista absoluto»

larazon

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Se cumplen hoy cien años del nacimiento de Mario del Monaco, el más grande tenor dramático de la segunda mitad del siglo XX. Su hijo Giancarlo le recuerda
Mi padre fue cantante y actor toda su vida. Dentro y fuera del escenario, durante la comida, cuando viajaba en el coche, mientras se afeitaba. Fue siempre así, por eso consiguió ser el más grande. Si no se hace de esta manera el artista se convierte en un pequeño burgués que canta y después friega los platos con un delantal para no mancharse. Un artista absoluto como lo fue él no limpia la mierda de un perro. Mi padre y la Callas fueron ellos mismos. Y por eso también fueron infelices, no siempre, pero la felicidad es algo que no se consigue fácilmente. Digamos que la no felicidad era más constante en su vida». Quien habla es Giancarlo del Monaco, director de escena, un hombre con carácter, dice que heredado de su padre, enérgico, absolutamente vital. Se enorgullece de portar sus genes y de no saber qué es morderse la lengua o ser políticamente correcto. Él no lo es. Ni lo quiere ser. A su padre lo recuerda con tanto afecto como admiración. El día que se celebre el centenario de su nacimiento estará volando. Y lo tendrá en su cabeza, como cada día.
Desde muy niño recuerda que se dio cuenta de que su padre era «el más grande tenor dramático que hubo en la segunda mitad del siglo XX». Lo dice sin tomar aire, de corrido y sabiendo poner el peso exacto en cada una de las palabras. «Era un actor divino, un hombre de una extraordinaria cultura, pintor, escultor, un lector empedernido que devoraba los libros, guapísimo. Hablaba italiano de maravilla y se consideraba un fanático de su trabajo». Del Monaco es historia de la lírica. Y ese fanatismo del que habla su vástago a través del teléfono lo ejemplifica así: «Recuerdo una vez que, en el cenit de su carrera, en un mes de agosto, se encerró en su villa de Venecia, cerró una a una todas las ventanas hasta que no entró ni una ráfaga de luz, hasta que toda la casa quedó a oscuras. Cubrió con un velo el busto que de él había en la villa y dijo que hasta que su voz no volviera a ser la de antes no deseaba volver a verse. Toda su vida fue así». Increíble.
Los escenarios de los teatros de ópera fueron su casa. Pero no sólo de la lírica se alimentó don Mario. Mantuvo, por ejemplo, una estrechísima amistad con Orson Welles, con quien discutía largamente sobre el papel de Otelo, un fetiche para él que interpretó 427 veces. Era su reencarnación. Disfrutó también de la amistad de mandatarios. Tito, por ejemplo, que fue presidente de Yugoslavia, le obsequió con una isla en Croacia. «Fue el único que consiguió la orden de Lenin en Rusia por una semana de trabajo en Moscú», recuerda su hijo.
Le entusiasmaba Wagner y los periódicos llegaron a tildarle de traidor porque admiraba al compositor alemán; creían, qué falsedad, que esa pasión iba en detrimento de Verdi. ¿Cómo lo solucionó? «Convocó una rueda de prensa en la Plaza de San Marcos vestido de Otelo. Sostenía en la mano un trozo de papel en el que se podía leer ‘‘Viva Verdi’’. Así zanjó el conflicto. Una muestra más de lo gran comediante que era». Hoy, dice en voz alta que los cantantes son todos, sin excepción, «políticamente correctos, lo contrario a él. Mi padre era mi padre, punto y pelota».
Del Monaco debutó en la Scala en 1941 con «Madama Butterfly». A partir de ese momento ya nada volvería a ser igual para él: «Se convirtió en un pilar del teatro durante veinte años. Cuando él cantó allí ya lo había hecho en otros teatros. Hoy, sin embargo, es ahí donde muchos empiezan y para cantar en La Scala se necesitan nervios y una conciencia profunda de dónde se está. Sucede como en los toso. Uno no puede tomar la alternativa y torear ya en una plaza importante, en la más grande. Tendrá que ir poco a poco. La Scala necesita héroes para ser dominados». Allí, en aquel templó compartió muchas tardes. Giancarlo del Monaco recuerda a sus compañeras, con las que trabajaba más a gusto, Callas y Tebaldi, y a barítonos de la talla de Leonard Warren, Bastianini, George London y Protti. La época de la preguerra en Europa y , sobre todo, «en Italia, fue la más increíble para la historia del canto. Los grandes teatros estaban destrozados por las bombas, no quedaba uno en pie y se cantaba en los cines. La voz servía para sobrellevar ese momento tan duro. Fueron aquellos los años más excepcionales, pero no solamente en Europa. Bayreuth, Salzburgo, Viena, el Metropolitan. Los años cincuenta y sesenta fueron únicos», recuerda. ¿Cómo son hoy? «Hoy, sobrevivimos. Vivimos con ganas de vivir porque no creo que nadie quiera suicidarse porque la época ni funciona, ¿verdad?», contesta.
La Madonna de Loreto
Procedente de una familia acomodada, Mario del Monaco llegó a lo más alto dentro del mundo de la ópera, en parte, gracias a su esposa, fundamental en su vida y su carrera: «Sin ella mi padre no habría sido lo que fue. Fue su mitad, el cincuenta por ciento. Quien le quería lo hacía tal y como era. Y a mí me sucede lo mismo, que no soy políticamente correcto».
Del Monaco se retiró de los escenarios en 1972. Si hay una cualidad que destaque su hijo sobre las demás es «la inmensa y extrema generosidad. Ayudó económicamente a muchos artistas que eran sus amigos y que no habían gozado de su misma suerte. Siempre llevaba consigo la Madonna de Loreto y portaba un escapulario, gracias a haber conseguido el permiso esclesiástico para llevarlo». Vivir al lado de un gigante de la magnitud del gran Otelo marcó a su hijo Giancarlo «porque si no lo hubiera hecho significaría poco más o menos que yo era un muro. Me marcó, pero no me aplastó. Yo sabía que mi carrera no podía empezar en Italia, sino en Alemania. Volví allí tras la muerte de mi padre». ¿Cuál es el último recuerdo que tiene de su padre? Contesta rápidamente: «Yo era director de la ópera de Kassel, tenía 38 años. Me fui a casa de mi mujer y en la televisión vivos una imagen de mi padre envuelta en un marco negro.‘‘Mario del Monaco ha muerto’’, escuché. La última vez que hablé con él estaba ya bastante enfermo. Me dijo mirándome a los ojos: ‘‘Hijo mío, mi vida se acaba. La tuya es luminosa y está delante de ti”». ¿Se emociona al recordarlo? «Me he acostumbrado a emocionarme».

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