Buscar Iniciar sesión

«Mis dos buenos perros y mis pillos son aquí mi familia»

Diálogo fantasmagórico de Francisco Nieva con don Miguel de Cervantes. En un sueño posible, el académico y escritor conversa con su admirado maestro. A las puertas del más allá llama y es a don Miguel a quien halla dispuesto a la ágil plática siempre
larazon

Creada:

Última actualización:

Diálogo fantasmagórico de Francisco Nieva con don Miguel de Cervantes. En un sueño posible, el académico y escritor conversa con su admirado maestro. A las puertas del más allá llama y es a don Miguel a quien halla dispuesto a la ágil plática siempre
He hecho recientemente un raro viaje al otro mundo para postrarme ante el más admirable escritor, que ha presidido toda mi vida de lector incansable, hombre de teatro y narrador de historias.
Llamo a las puertas del otro mundo y la entrada me la franquea el dios Hermes. ¡Cómo! Un dios pagano. Pero debo advertir de que en el otro mundo cabe todo el mundo y aquellos que fueron y el papel que desempeñaron en este otro. Aquí se juntan las almas de San Juan de la Cruz y de Jack el Destripador.
–Divino Hermes, vengo con el propósito de entrevistarme con don Miguel de Cervantes.
–¡Ah, sí! Aquí es muy conocido como humorista, que se sabe todos los chistes que se han contado por siempre, haciendo reír a las familias. Aquí la Sagrada Familia también se desternilla con él y lo bendice el Espíritu Santo. En agradecimiento, don Miguel le regala sus buenos cucuruchos de alpiste, y el Espíritu Santo se los come y ríe. Ríen hasta Juan el Bautista y los Santos Apóstoles. El caso es que el dios Hermes, con alas en los pies, me levantó y llevó por los aires a la presencia de don Miguel de Cervantes, que se estaba hurgando en la boca con un mondadientes.
Cervantes exclamó: «¡Oh, Hermes, el de los pies ligeros! ¿Qué nuevas me traes del mundo mundial y mundanero?».
–Traigo a vuestra presencia a don Francisco Nieva, que ha pretendido ser escritor, como vos. Dice que sois como su padre y le habéis descubierto el placer de vivir feliz imaginando historias peregrinas, feliz en la soledad y el aislamiento. Se lo debe todo, después de ver a los siete años vuestros espumosos entremeses, puestos en escena por Federico García Lorca.
–Lorca. Ese chico tan alegre que me encuentro de vez en cuando, siempre junto al río. Todo lo que le gusta se lo lleva el río. Un río de leones, según se dice. Me gusta encontrarme con ese Federico, que inventa coplas como nunca se han oído en castellano. Todavía promete más de lo que da, que ya es mucho. Con él se goza de una paz risueña, evocando a todos los duendes de Andalucía.
–No olvidéis a Federico, don Miguel, pero volved a mí vuestros ojos, que ya he cumplido 91 años el pasado diciembre.
–Eso no es edad para mí, que vivo en la eternida.
–Pues es a lo que voy, don Miguel de mi alma. Quisiera saber qué vida lleváis en la eternidad y si no os parece aburrida.
–Todo lo contrario. La eternidad es una totalidad múltiple y en ella hay entretenimiento para un buen rato. Solo con contar con alguna precisión lo que está pasando a vuestro alrededor, seréis un novelista preclaro, como Balzac, Dickens o Gogol.
–Y vos, que todo lo sabéis, ¿qué os parecen mis trabajos?
–Que haces lo que puedes por estar a la altura de los más grandes. Buenas intenciones no te faltan. Decís, don Paquito, que mis sainetes fueron la base de vuestra dedicación al teatro, nada menos que a los siete años. Aquellos entremeses nunca fueron conocidos en su tiempo y vos los descubristeis a los siete años.
–Y me sirvieron de patrón y regla para escribir después cuanto me plugo.
–Me felicito de ese resultado. En cuanto a mi vida en el más acá, me acompañan muy gratamente dos buenos perros, Cipión y Berganza. Y dos golfillos muy graciosos, Rinconete y Cortadillo, me sirven de recaderos y de entretenimiento. Me cuentan sus vidas en un barrio sin ley y dependiente de la droga para vivir. La violencia de sus familias y las palizas que les propinaban a su madre y a sus hermanos. Los dos fueron muy perseguidos por la policía y aprendieron a desaparecer como fantasmas. No probaron la droga, pero siempre invitaban a una raya para hacer prosélitos y empecinados consumidores, que les pasaban una buena pensión de por vida. Esos dos tunantes hoy comen de mi mano. Hay que tener ingenio y gracia para eso. Infinitamente regenerados, mis perros y mis pillos son aquí mi familia.
–Es pues la vuestra una familia imaginaria.
–Exacto. Y aún he de revelaros un dato curioso: aquí hay un barrio que se llama «De la Quimera», lleno de bodegones y tabernas, donde los autores y sus personajes se celebran mutuamente. Allí se relacionan Macbeth y Falstaff con Fortunata y Jacinta, picaronamente pellizcadas por esos libertinos imaginarios, así como mi bella Dulcinea y Anna Karenina, muy interesadas por el alma de Christian Dior, que las está enseñando a andar con tacones de aguja. Se beben refrescos de viento del Este y se consumen pastelillos de las Mil y una Noches. Allí celebramos las juergas blancas del otro mundo.
–Hay pues un barrio de perdición imaginario. Bueno es saberlo y un consuelo para los mortales. La promesa de que no se van a aburrir tras su muerte. ¿Hay putas aquí?
–Haylas en todo el mundo. Putas y brujas y el regimiento de los quemados por la Inquisición. No falta nadie aquí; hasta políticos españoles, desesperados de no poder gastar tras de su muerte tanto dinero acumulado. Eso no impide que hasta me visite la Virgen María. Un día se me presentó en compañía de Teresa de Jesús: «Venimos mi amiga Teresa y yo a que nos cuentes algunos chistes de sacristía, que se pueden contar sin escandalizar a nadie. Tú eres el gran especialista». Podéis decir que en el otro mundo alterno hasta con la Virgen María.
–¿Y qué sabéis de mí, que me considero vuestro nieto?
–Que yo puse los pies en vuestra casa familiar de Valdepeñas, heredada por vuestra madre de sus tías abuelas, Teresa y Josefa Cejudo. Pues del doctor Cejudo era a la sazón aquella casa, eclesiástico erudito y buen poeta, gran amigo mío, al que cité devotamente en mi libro «El viaje al Parnaso». También era Cejudo buen amigo de ese torbellino de Lope de Vega, invitado y agasajado por él en aquella vastísima mansión. Y también Lope, en «La Galatea», le citó en una silva muy enrevesada y gongorina y muy tirando por lo fino, un tanto cursi, como se diría hoy.
–¡Ay, don Miguel de mi alma! Con esa noticia me dais un alegrón. Yo siempre pensé que aquella mi casa tenía algo de mágico. Mucho más tarde, mis tías Teresa y Josefa Cejudo encargaron a un pintor de domingo que estaba sin trabajo que pintase a su capricho toda la casa, y así lo hizo estupendamente. Sobre todas las puertas pintó un «Laus Deo» y una rosa en cada cuarterón, rosas y más rosas, como en un convento o iglesia brasileños, muy rococó. La gente bien de Valdepeñas lo consideraba una extravagancia paleta y naif, pero tenía un valor museal y digno de conservación. Con tanto «Laus Deo» sobre las puertas y por temor a los milicianos comunistas, mi padre lo borró todo. Desapareció aquel encanto inefable y aquel efecto mágico. Fue como si destruyeran las ruinas de Palmira, un crimen de lesa estética. Aquella casa que vos pisásteis, así como otra luminaria de las letras a quien vos tratáis de torbellino. Porque, en el fondo, admirásteis a Lope de Vega.
–Lopillo el loco, que me amargó la vida tras mi regreso del cautiverio: «Por allá va don Miguel de Cervantes, viejo y agotado, cargando con su mal destino como autor dramático. Ha llegado tarde y yo lo he suplantado casi sin querer, instaurando la Comedia Nueva». Cuando un sujeto habla tan bien de sí mismo, se le escucha y todo se lo admiten como artículo de fe. A mí no me hicieron ni caso. Todo hasta enterarse con asombro de que ya era famoso en el mundo y traducido en otras lenguas. Y esto es todo lo que os puedo contar de mí, don Paquito o quizá deba decir don Paquitos, pues eres uno y muchos a la vez.
–Ha sido para mí un divino placer entrevistaros y saber cuál ha sido vuestra popularidad en el otro mundo. Me despido y beso vuestros pies, pues os huelen los pies, pero son ambrosía.