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Tom Wolfe: Cuando el periodismo era feroz

Socarrón, ácido, irónico y vitriólico, el periodista bomba de lengua untada en estricnina, maestro de varias generaciones de periodistas, falleció en Nueva York a los 87 años. «El reino del lenguaje», publicada hace dos años en EE UU, llegará a España en septiembre

Imagen de 2012 de Tom Wolfe. (AP Photo/Little, Brown and Company, Mark Seliger)
Imagen de 2012 de Tom Wolfe. (AP Photo/Little, Brown and Company, Mark Seliger)larazon

Socarrón, ácido, irónico y vitriólico, el periodista bomba de lengua untada en estricnina, maestro de varias generaciones de periodistas, falleció en Nueva York a los 87 años. «El reino del lenguaje», publicada hace dos años en EE UU, llegará a España en septiembre

Cuando publicó «El periodismo canalla», que recopilaba columnas y semblanzas, Raúl del Pozo escribió que si iba vestido como un dandy, zapatos blancos, corbata multicolor, sombrero de propietario de una plantación sudista, y estaba a cinco minutos de ser un hortera, pero no lo era, hablábamos del abuelito del Nuevo Periodismo. Tom Wolfe, periodista bomba, de ojo automático y lengua untada en estricnina, fue también un estupendo novelista. En la línea de Émile Zola y John Steinbeck. Admiraba el naturalismo. Sostenía que la novela americana languidecía, anoréxica, por culpa de los nietos de las vanguardias y su onanista incapacidad para ir más allá del pachulí formal y las putrefactas indagaciones en el maldito yo. Reclamaba escritores dispuestos a salir a la calle y describir el mundo. Periodistas que abandonaran la confortable empalizada de sus lindos prejuicios, la amable complicidad de sus iguales, los nauseabundos espejos donde bailan polkas los egos hipertrofiados, y husmeasen en las vidas de otros hombres.

Thomas Kennerly Wolfe Jr. había nacido en Richmond, Virginia, en 1932. Hijo de un ingeniero agrónomo y una arquitecta paisajista, dudó entre el béisbol y la hoja en blanco. Aunque fue a Yale y reescribió su tesis, dedicada a la influencia comunista en las letras americanas entre 1929 y 1942, para acomodarla en forma y prosa al aburridísimo gusto de la academia, eligió el periodismo. Luego de velar armas en redacciones locales saltó al «Washington Post», y de allí a Nueva York. Asentado en las páginas del «New York Herald Tribune» y las revistas «New York» y «Esquire», encuentra un ecosistema cómplice. Con jefes que lejos de afearle las efervescencias jalean las acrobacias y empujan al más difícil todavía. Gracias a su confianza pule un estilo rompedor. A mitad de camino de un periodismo puntillista y un enloquecido aunque meditado uso de los recursos literarios, arranques pop y apropiaciones del cómic incluidas. El resultado, deslumbrante, enlaza con la revolución psicodélica.

En su primer libro, «The kandy-kolored tangerine-flake streamline baby», intraducible, aunque Tusquets lo intentó («El coqueteo aerodinámico rocanrol color caramelo de ron») recopila reportajes y demuestra su proverbial flexibilidad. Lo mismo monta un reportaje a partir de unas notas auxiliares, con resultados gloriosos, que incluye un seminal ensayo sobre Phil Spector, uno de los primeros multimillonarios de menos de 25 años de la naciente cultura del rock and roll. Mundillo al que dedicará más atención, aunque en su vertiente digamos periférica, la de los maravillosos chiflados que pululaban por el San Francisco del novelista Ken Kesey, en su segundo y ya monumental libro, «Ponche de ácido lisérgico». Volumen que enlaza con lo mejor de la generación Beat, algunos de sus astros incluso viajaban en el multicolor de los alegres bromistas, y que enlazará con un tercero, de nuevo misceláneo, «La banda de la casa de la bomba», donde destripa las obsesiones de una década radiante y convulsa.

Consolidado ya como cronistas esencial de su tiempo, en 1970 orienta sus cañones a la que denomina, con matasellos feroz, «radical chic». Triturados sus mejores exponentes en «La izquierda exquisita & Mau-mauando al parachoques», Wolfe, quintaesencia del escritor pop, consolida una sólida reputación como látigo de posmodernos varios y distinguidos radicales. Fama acrecentada con «La palabra pintada», que viene a demoler los postulados de un arte empeñado en pintarse a sí mismo hasta hacerse soluble en la puritita nada.

Arder como cerillas

Quizá por eso, aunque todavía dentro de los marcos del periodismo, afronta el reto de escribir sobre el coronel Chuck Yeager y el resto de militares dispuestos a arder como cerillas para probar a velocidades supersónicas y alturas inimaginables los aviones y cohetes del programa Mercury, simiente del Apollo y, por tanto, de la llegada del hombre a la luna. «Lo que hay que tener» (1979), luego adaptado al cine por Philip Kaufman, fue un pelotazo crítico y comercial. A nadie le sorprendió entonces que unos años más tarde saltara a la ficción. Con «La hoguera de las vanidades» capturó el Nueva York de Wall Street en los ochenta. Una ciudad en llamas. Previa a la gentrificación y su conversión en parque de atracciones para multimillonarios, aspirantes a artistas subvencionados por papá y muchos turistas. Y si allí se interesó por las brutales manipulaciones de unos individuos dispuestos a retorcer cualquier causa para subir en el ascensor social y enriquecerse, no fue menos lúcido en títulos como «Todo un hombre», «Soy Charlotte Simmons» y «Bloody Miami». Sin embargo, y a pesar del abrumador aparataje documental y el garbo de su escritura, aquellas novelas palidecían comparadas con sus trabajos de no ficción. El Wolfe novelista, a pesar del exito, jamás fue el del reporterismo que enamoraba.

Recitar los otros nombres del llamado Nuevo Periodismo, que Wolfe reunió en una influyente antología, equivale a repasar el santoral del oficio: Hunter S. Thompson, Gay Talese, Norman Mailer, Truman Capote, Joan Didion... Claro que ya querrían los periodistas de otras latitudes y épocas disponer de los generosos medios y los confortables plazos con los que contaron para escribir sus reportajes. Los había sobrevivido a todos. A sus iguales y a sus enemigos. A los zombies del «New Yorker», a los que trituró en su vitriólica sátira «Pequeñas momias». A Mailer y a John Updike, a los que detestaba, y que le pagaron con bilis recíproca. A los biempensantes de la América más pazguata. A la izquierda que agasajaba a los Panteras Negras en el apartamento de Leonard Bernstein. Sus detractores lo acusaron sucesivamente de canalla, torvo y, al final, reaccionario. Sus partidarios aplaudimos su audacia, la imaginación de una prosa al servicio de la realidad, la capacidad para desmantelar tópicos, la potencia narrativa, la honestidad a prueba de halagos. Quedará como uno de los grandes periodistas del siglo XX, y no es hipérbole barata. Pocos como Wolfe metieron el bisturí en la garganta de una época. Pocos describieron sus contradicciones con la elegancia, la radical gracia, la infinita mala leche, la originalidad, la compasión, la sátira con hielo y el poderío de una escritura responsable de embrujar a cientos de insensatos, reclutados en su más tierna edad para emular sus pasos y ejercer con más valor que estilo en este oficio de tinieblas.