Ara Malikian: «En la música clásica hay mucha arrogancia»
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Comenzó tocando el violín siendo un niño y batió varios récords de precocidad como solista. Ha obtenido innumerables reconocimientos del mundo de la clásica y ahora está nominado a un Grammy Latino.
Celebra 15 años de carrera con su disco «15», grabado en directo en el Teatro Real, y una nominación en los Grammy Latinos. Ara Malikian (Líbano, 1968) es un vecino más de Madrid con aspecto de zíngaro. Su vida, todo un ejemplo de profundidad y sencillez. Sus siguientes conciertos son en Palencia (hoy), Leganés (mañana), Valencia (27), Cuenca (29), Gijón (30) y Cáceres (31).
–Le llega ahora un reconocimiento de la industria del pop.
–Era sorprendente. El premio es el reconocimiento del público, pero éste hace gracia.
–¿Cree que hay diferencia entre clásica y popular?
–Todas las músicas son grandes aunque se considere culta la clásica. Todas lo son.
–¿Qué clase de músico se considera usted?
–No me considero nada, soy músico y ya está. Mi formación es clásica pero ahora, además de eso, me he inspirado en otras fuentes, otros mundos que me han hecho feliz, porque han abierto un universo que la clásica mantiene cerrado. Es una música muy muy bella, pero es difícil salir de ahí.
–¿Es un ambiente opresivo? ¿exigente?
–Ser exigente es bueno porque tienes que dar lo mejor para que el público lo aprecie. Pero en la clásica hay una frase que dicen siempre: «Así no se toca tal pieza». ¿Y quién sabe cómo se toca? ¿Quién puede tener la arrogancia de saber cómo se toca? Los compositores de hace 200 o 300 años era muy grandes y una música que es grande no hay una manera de interpretarla. Hay demasiada arrogancia ahí.
–Por lo que veo, no se siente cómodo en ese ambiente.
–Con la música sí, mucho. La amo. Pero no estoy cómodo en el mundillo, y creo que ellos tampoco conmigo.
–¿Eso cree?
–Nunca he tenido un «feeling». No encuentro el sentido a cómo funciona, porque tal y como es, a pesar de ser una música maravillosa, no puede sobrevivir sin ayudas públicas. Y una música como el pop o el rock sí que vive del público. La clásica, por muchas razones, no. Y eso es un sinsentido. No sé cuál es el problema, pero existe.
–Es difícil acercarla a la gente.
–Bueno, no debería serlo. Por parte nuestra, de los músicos clásicos, tendríamos que poner los pies en el suelo. Somos personas corrientes y no deberíamos ponernos el disfraz de estirados para tocar música. Tengo amigos que son gente maja y cercana y cuando suben al escenario se ponen un disfraz.
–¿Se considera cada vez menos académico?
–He tenido mi época en la que he estudiado mucho. Me encanta la clásica, lo tengo claro, pero también otra cosa.
–Su forma de moverse en el escenario es todo lo contrario de la arrogancia: naturalidad.
–Sí, porque durante todos los años que estuve estudiando me prohibieron moverme, y hoy en día me he liberado. Hago lo que quiero y eso es una felicidad. Encontré esa alegría. Estaba bloqueado antes, con esa obsesión del «qué dirán». Ya no me importa, quiero emocionar. Cuando empecé, estaba muy obsesionado con la perfección, que todo salga como tiene que ser. Y la técnica es importante, pero el público que viene a verte y paga una entrada si es una persona normal con sentido común, no va a un auditorio para señalar los fallos y para criticar. Vas a disfrutar. Y puede que no te guste al final, pero nadie te va a decir: «Me ha emocionado de verdad, pero te has saltado una nota». Es absurdo. En la clásica hay un 2 por ciento que son así, unos frikis, pero lo primero es la emoción.
–Usted ha tocado para Extremoduro, Nach, Almodóvar...
–Es que la música no tiene límites, está por todas partes, y puedes ponérsela a esta entrevista.
–¿Conocía a Extremoduro?
–Pues mira, curiosamente es uno de los primeros grupos que escuché al llegar aquí hace 15 años.
–¿Entendía algo?
–En aquella época, nada de nada.
–Llegó de casualidad a España.
–Absolutamente. Pasé por una gira y me encantó. Y coincidió con una época en la que tuve muchos cambios en mi vida, como que me separé de una pareja y se quemó mi casa de Alemania, en el que lo perdí todo menos mi violín. Me quedé sin nada, pero me gustaba Madrid y vine.
–¿Se salvó ese violín que tiene en las manos ahora?
–No, es otro. Tiene 300 años.
–¿300?
–Sí, se salvó por milagro.
–¿Estaba el violín en la casa?
–Sí, pero justo ese día fui a recoger a una amiga al aeropuerto y puse la maleta donde suelo dejar el violín, y el violín en la ventana, donde jamás lo dejo porque lo pueden coger. Y por eso se salvó. Estaba ardiendo, pero sigue sonando.
–¿Pertenecía a su familia?
–No, me gustó y me lo compré pagando un crédito como si te compras una casa.
–¿Es muy maniático?
–La verdad es que no. El otro día encontré un violín moderno, hecho hace seis meses, y me lo compré. Y toco con él a pesar de todo el cliché de que los violines suenan mejor cuando han envejecido.
–¿Eso no es verdad?
–Bueno, suenan bien, pero no siempre. Y éste me costó tres ceros menos que el otro...
–¿No es usted de ponerles nombres?
–No, yo no soy fiel a los violines. Hay otros que les dan mucha importancia. Me gusta ser infiel.
–¿Alguna vez llegó a odiarlo?
–Sí, cuando era joven y practicaba 10 o 12 horas, hacía muchos sacrificios. Me obligaban a practicar y lloraba.
–¿Ya no ensaya tanto?
–No tanto, pero toco todos los días, porque, si no, la caída es muy rápida. Se pierde mucho.
–¿En serio?
–Un día sin practicar lo notas. La técnica nunca la puedes parar. Tengo que encontrar huecos para hacer dos o tres horas diarias.
–Vivió la guerra en Líbano, aunque salió muy joven del país. ¿Cuando ve las imágenes de Siria tiene recuerdos?
–Claro que sí, pero las cosas negativas que te marcan intentas borrarlas de la mente para poder seguir avanzando. Ahora leo las noticias y me acuerdo de situaciones, pero lo tenía borrado. Hasta que alguien me lo dice. Hay vivencias que no quieres recordar. Lo tengo ahí, pero es pasado.