La canción del verano (VII)

«El Bimbó», Georgie Dann y la constancia del gregario

«El chiringuito», «La barcaboa», «El negro no puede»..., la historia de este músico va saltando de temón en temón, al menos, para bailar entre risas

Georgie Dann
Georgie DannLR

Cuando una cosa se hace una y otra vez, una y otra vez, una & otra vez, y además por dinero y sin ganas, sucede entonces que, hasta lo más placentero, lo que más nos gusta, los más goloso del mundo, se convierte en una condena. Tal axioma se cumple hasta con el sexo y, si no, que se lo pregunten a las meretrices que, de no ser así las cosas en el mundo real, serían las criaturas más felices, angelicales y relajadas de la tierra.

En los casos artísticos en que algún producto tiene un enorme éxito, todo el mundo quiere probar suerte practicándolo y, por ese camino, se termina siempre en la inevitable producción de epígonos y subgéneros. Georgie Dann era un músico de jazz francés de una educación musical de altísima exigencia que, en los 60, comprobó que la música de alta calidad que él había estudiado y que le gustaba, difícilmente daba para vivir. Decidió dedicarse entonces sin tapujos a la música comercial de tonadillas banales y ritmos fáciles con orquestaciones de charanga que llegaran rápidamente a oídos del público. ¿Es pecado que un músico baje su nivel de exigencia para comprarse un coche y una piscina? ¿Para, en definitiva, vivir mejor? Difícil decirlo: solo se vive una vez.

El caso es que Georges Mayer Dahan, verdadero nombre de Georgie, tomó su decisión con todas las consecuencias. Por ese camino, visitó nuestro país para actuar en 1965 en el Festival de la Canción del Mediterráneo y decidió quedarse para empezar una carrera comercial de ese género en la incipiente industria discográfica española de la época. Tuvo que intentarlo repetidas veces, porque al principio el éxito no le acompañó. De una manera similar a la de aquellos gregarios de las más grandes rondas ciclistas que lo intentan una y otra vez, esperando algún día estar en la escapada buena y quizá conseguir un triunfo de etapa, Georgie escribió, cantó, bailó y coreografió una secuencia constante de canciones, esperando que alguna de ellas le llevara cualquier temporada hasta la cima del Tourmalet de la música popular.

El Bimbo. Georgie Dann
El Bimbo. Georgie DannLR

Su primera meta volante musical la consiguió en el verano español de 1969 con el «Casatschok, Raskatchoff», una pachanga bailable –de letra francamente incomprensible– que mezclaba a los remeros del Volga con silbidos y guiños a la balalaika en frecuencia de bandurria y carrasclás. La notoriedad conseguida le hizo insistir con constancia y alcanzaría su premio ocho años después, en 1977, cuando Georges ya se había casado con una de sus coristas españolas. La canción se titulaba «El Bimbó» y hacía referencia a un supuesto paso de baile, inventado para la ocasión, con una letra autorreferencial que afirmaba sin ningún tipo de rubor que «está causando sensación».

En el ciclismo, la constancia de los gregarios posee cierta épica: un honrado reconocimiento menestral para la labor oscura de quien no pudo (o no quiso) estar en primera línea. En música y arte esos reconocimientos son más avaros. La épica la han patrimonializado las grandes estrellas. Pero cabe recordar, con un estremecimiento intelectual de placer, como Georgie Dann hizo en 1966 también una versión de nada menos que Serge Gaingsbourg, el gran canalla. La canción se titulaba «¿Pourquoi un pyjama?» y había sido éxito en Francia en la voz de Régine Zylberberg. Le gustaba tanto que decidió regrabarla, pero la versión buena (de sincera efectividad pop) es la de 1966, con su bajo soulero al estilo de Los Bravos. Tampoco está nada mal la píldora de pop sesentero «Tout ce que tu sais» con la que desembarcó por primera vez en España. Ninguna de esas vigorosas delicatesen puede opacar la ristra de canciones (como diría Ramón de España, «lamentablemente inmortales») que fabricó sin remilgos los siguientes años con mayor o menor éxito. Desde «El Chiringuito» a «La Barbacoa», pasando por cosas tan ininteligibles como «El negro no puede» que estremece pensar si ahora cayera en las fauces de los Estudios Culturales o la cancelación de lo políticamente correcto.

Sería ejercicio vano culpar a Georges de nada. El público le hizo así. Lo que hace entrañable al clarinetista francés de jazz metido a bailongo es pensar en sus últimos años, cuando a veces no había presupuesto para vestir a sus coristas y estas debían salir al escenario con económicos aderezos de papel de seda de colores. Lo más barato de Georges nunca fue él, sino el gusto inconstante de aquellos que encumbraron rijosamente sus productos.