Cada entrevista con
Andrés Calamaro (Buenos Aires, 1961) es una aventura, un asomarse a una ventana de paisaje incierto, un no saber qué te deparará el intercambio, y eso, créanme, es más bueno que malo. De cuantas personalidades de magna estatura pueblan nuestra geografía musical, él es de los pocos que muestran una autenticidad sin desconchones. La única pega que se le podría poner sería la de haber permitido que la estrella de rock (una estrella de rock a la que le dejan caminar por la calle) lo haya abducido enteramente. Porque
Calamaro vive siempre en rock star, en creador, en artista, en disidente. Y no hay nada que desee más que hacer una canción que, en el momento de su construcción, se le antoje la más hermosa del mundo. Le digo que su admiradísimo
Enrique Morente llamaba al principio de una canción «un clavo donde colgar la ropa» y le pregunto si él siente que la vida se le va en la doliente búsqueda de esos clavos, y responde –calamarianamente, por no defraudar, como hará a lo largo de toda la entrevista–: «Lo siento, pero no lo siento. El “clavo” de Morente es un momento de lucidez o de inspiración para crear. Además, Enrique tenía el magisterio de la interpretación y el profundo conocimiento de lo esencial para cantar. Ahora mismo estoy “en intérprete”, cosas de la vida: me encuentro enfocado en cantar mejor en el siguiente concierto, como los toreros». En efecto, en este momento el autor de «Honestidad brutal» y «El salmón» anda de gira y concentrado en cada actuación (acaba de culminar el tramo español, 20 recitales, y ahora recorre América: Chile, Paraguay, Uruguay, Argentina). Pero ¿para cuándo un nuevo disco de estudio? ¿Será torrencial, o sea, puramente Calamaro?
«La grabación torrencial era como pescar con dinamita –asevera, y si alguien puede manifestar algo así con pleno conocimiento de causa ese es él–. Ahora intento interpretar bien; el canto se convirtió en mi instrumento más caro. Estamos grabando con Roberto Delgado [músico, arreglista, productor] y me supone una tremenda responsabilidad musical… Se publican miles de canciones por día, quizá por segundo. No obstante,
el rock vuelve a ser una cultura subterránea o secreta. No está mal, nadie nos prometió nada. Vamos a presentar –anuncia– un disco en directo y grabar canciones de rock el año próximo. Más torrente que torrencial».
[[H2:El rock, «sexy y distinto»]]
De sus palabras se desprende que el rock ya no es el género rey de la rebeldía ni el que más conecta con los jóvenes. Hoy, ese lugar lo ocupan el rap, el trap, el reguetón. La latinidad, en fin, al poder. Sin embargo, al preguntarle por estos estilos no puede evitar que le brote el amor de madre: «El rock conserva su estilo e influencia. Es versátil, bohemio, eléctrico, sexy, masculino y distinto. Sigue siendo una influencia cultural universal que conecta con la literatura, el surrealismo, el sentido del humor, el erotismo y la cultura grande. Jóvenes somos todos hasta que pasen otros veinte años. No obstante –advierte–, no son sólo los más jóvenes quienes abrazan los ritmos de moda. No me fastidia ningún género ni subgénero musical porque elijo lo que voy a escuchar, no cuesta nada elegir. Lo que escuchamos, como lo que leemos, es íntimo, una serie de elecciones personales y propias. Tengo aprecio por todos los compañeros de oficio». En los 70, tres argentinos, Moris y la mitad de Tequila (Alejo Stivel y Ariel Rot), revitalizaron el rock en España junto a los autóctonos Burning, Ramoncín, Leño. Casi medio siglo después el rock es casi una anécdota en nuestro país, pero no así en Argentina, donde no ha perdido músculo ni aliento. ¿Podemos afirmar categóricamente que España es más popera y Argentina más rockera? «España es rockera, pero se le olvida –afirma, contundente–. Para mantenerse rockera tiene que permitirse admirar, no perder esa capacidad, adorar a los ídolos paganos. Me temo que existe un deseo morboso de ver heridos a los toreros del rock. La cultura del rock es muy completa, indispensable para la mayoría de los cambios culturales y la grande tolerancia, la joya de la corona del progresismo del siglo XX, mientras que el pop no es un género musical, es un mercado, una situación. Argentina es rockera y Buenos Aires es muy rockera. El rock y el fútbol son más importantes que las religiones. Algo que para los ateos no tiene ninguna importancia». Lengua aparte, ¿qué une más a argentinos y españoles? «Nada nos une ni nos separa», opina. Le insisto: ¿qué nos separa? «Un mar inmenso», sentencia. Y como si el Río de la Plata pasase por Minnesota, desembocamos en un tal Dylan, maestro de maestros, droga dura. ¿Es el mejor escritor de canciones vivo? «Es más que el gran escritor de canciones –precisa–: pone el cuerpo, es un intérprete genial, una personalidad enigmática, un carisma único». ¿Y quién ostenta ese título en lengua española? «Manuel Alejandro, Sabina, Serrat, Gabinete Caligari, Luis Alberto de Cuenca, Sabino y Gabriel Sopeña. Cómo elegir uno solo».
De la música saltamos a los toros, arte del cual Calamaro es devoto. ¿La supresión del Premio Nacional de Tauromaquia es un despropósito? «La virtud inversa, cuando las cosas se cuentan al revés. Antitaurinos habrá barbáricos, intolerantes, ultramoralistas y potencialmente crueles. Y lo mismo ocurre con otros asuntos en la geopolítica, la fantasía idealista, los anhelos y los afanes, el medio ambiente, el idealismo imaginario y el precio del aceite de oliva. Un mundo completamente equivocado. Es un formidable momento para no aburrir a terceros bajando línea pesada. No hablo en público fuera de los conciertos, pero otros se manifiestan a diario y desperdician la sinfonía del silencio». Y ese asunto enlaza inevitablemente con un debate abierto: ¿hay ahora en España menos libertad de expresión que en los 80 y 90? «Libertad, solamente una palabra. Es un concepto abstracto, prefiero no hablar de libertad para no bajarle el precio, no sea que termine siendo un meme insoportable. Cuando más importantes son las palabras hay mas boludos llenándose la boca de humo». ¿Y la corrección política? Genera algo aún más perverso que la censura, la autocensura. El músico contesta con un latigazo: «Mejor si somos frontales mientras sirvan las palabras».
Le recuerdo que en una entrevista anterior me confesó: «Me pasaría la vida viviendo». ¿Sigue en esa noble tarea o la vida no le deja vivir? «Vivir a secas es un buen plan, o un elogio al tiempo ocioso –afirma–, pero me retracto en lo que a mí compete. No es este mi momento de vivir a secas. Presentarme ante gentes expectantes, y deseosas de música, es un privilegio espléndido». Y recita, a modo de estrambote: «“Sólo el gaucho vive errante donde la suerte lo lleva”». Calamaro en estado puro. Más honesto últimamente que brutal. Que le dure.
El penúltimo tango
Por Javier Menéndez Flores
La noche tenía seiscientos sesenta y seis brazos y una lengua que jamás abdicaba. Y en el Ambigú de la calle de Leganitos y en los bares sin fondo de Malasaña los chicos malos del rock intimaban con piratas y suripantas y le hacían sonoros cortes de mangas al sol. Y la avenida Corrientes siempre te seguía la ídem y estaba chupado rodar por ella como si llevaras una tabla de surf pegada a las suelas. Aunque era en Palermo Viejo donde el tigre de Borges y el arrullo lascivo de Baudelaire se te clavaban como estacas y te sentías un Dorian Gray con la cabeza de Medusa. Todas las fiestas del mundo llevaban tu nombre y a la vida no la frenaba ni una de esas resacas capaces de tumbar al primogénito de un dios.
Aquello ocurrió en otro siglo, y puede que en otra era. Hablo de cuando AC chamuyaba lunfardo en los palacios y recitaba en latín en esas catacumbas en las que podías cruzarte con manadas de tiranosaurios rex y hasta con el abominable hombre de las nieves dentro de un esmoquin. Como Manolo Tena, él nunca se mojaba bajo un chaparrón. Pero qué chévere levantarse pronto y desayunar con hambre y sentir los labios del sol en la cara y mirar escaparates y caminar sin rumbo y desembalar cajas que contienen alguna virguería electrónica tan hermosa como una daga o un bastón o un beso hondo e inesperado.
De un tiempo a esta parte la música manda más que un cónclave de generales. Pero no mentemos la bicha, no vaya a ser que los sables nos dejen sordos para siempre. La alta suciedad siempre hedió, siempre fue la sonrisa mendaz de un vampiro, mientras que en el subsuelo uno ya va preparado para el susto. Y puedes estar en lo más profundo de la mañana y vivir siempre de noche por cortesía de unas Ray-Ban de doscientos pavos y descojonarte de la realidad virtual y de la IA, que por algo eres una rock and roll star.
¿Te acuerdas de lo fácil que era saberse Jagger al lado de Julián Wood, mientras Ariel Richards le metía a la noche el mejor de los punteos? Y a veces te despiertas con fiebre y están ahí Miguel Abuelo y Polo y Pappo, y durante un par de segundos muy locos crees que hoy es ayer. Sabes que Los Abuelos de la Nada lo fueron casi todo y que, a toro pasado, perder un montón de plata es una bonita batalla para rematar una sobremesa mágica. Y llevas siempre una vela para prenderla en honor de Luis Alberto, de Gustavo, de Diego, esas deidades tan ferozmente humanas que hacen hincar la rodilla al más insobornable de los ateos.
Qué fácil es dejarse robar la cartera y las lágrimas por Julio Iglesias, el hosco Zimmerman, Cohen, Sinatra, Gardel, Battiato, Alfredo Jiménez. Y que se mueran un millón de veces los feos de remate mientras Sid Vicious canta «My way» y dispara al respetable. Y si «Free Bird», de los Lynyrd Skynyrd, se apodera de la atmósfera, sé de un porteño con alma de clochard que va a notar, esté donde esté, cómo una mano invisible le arranca el corazón.
Amar es ponerse perdido del otro, lo demás es bisutería. Y eso Andrés lo aprendió en mil y una noches de naufragio, a la intemperie, bajo la mirada cómplice de una luna bucanera con los dientes cariados. Flaco, clávanos tus puñales en el pecho muy profundo y haz que el genio entre en nosotros como la venganza en la trilogía de oro puro de «El padrino».
Andá, servime otro tango doble que arrastro sed de vida. Sin hielo, che, que el frío ya se lo meto yo. Lo compartiré con Alba, mi íntima amiga, que llega, mirá qué relinda, en este mismo instante. Y alegrá esa cara, boludo, palabra de bardo que esta será la penúltima.