¿Sueñan las máquinas con notas electrónicas?
Medio siglo después de la aparición del primer sintetizador analógico, y tras una década de olvido, estos aparatos son objetos de coleccionista y preciados instrumentos para músicos de todo el planeta.
Medio siglo después de la aparición del primer sintetizador analógico, estos aparatos son objetos de coleccionista y preciados instrumentos.
Durante los ilusos años 90 se llegó a pensar que los transistores, las válvulas, las resistencias y otros componentes electrónicos no tenían alma. Fueron años en los que también se llegó a predecir el fin de la historia, así que era inevitable que en el siglo veintiuno nos cayéramos de la cama cualquier día. Los sintetizadores analógicos se enfrentaron primero al rechazo de los músicos más tradicionales, para los que cualquier sonido que no proviniese de un pedazo de madera o de una cuerda golpeada resultaba poco menos que una amenaza para la música. Sin embargo, incluso los Beatles y los Stones los utilizaron antes de convertirse en objetos de desguace, arrinconados por el surgimiento de las máquinas digitales, estas sí, cacharros sin alma. Sin embargo, desde comienzos de siglo, estos aparatos son preciados objetos para músicos de todo el mundo. Esta es la historia del nacimiento, caída y resurgimiento de un aparato que exigía el mismo compromiso al músico que si se tratase de un violín y que demostró que los ingenieros también pueden ser luthiers.
Cuando se inventaron, en los años 60, algunos pensaban que este invento musical iba a destruir la música. No andaban tan desencaminados: esa transgresión estaba en la mente de los dos pioneros que fabricaron los primeros modelos de sintetizador, de manera simultánea, ignorando al otro, cada uno en un laboratoirio situado en las costas opuestas de Estados Unidos. Eran, en la orilla este, Robert Moog, y en la oeste, Dan Buchla, quienes estaban dando origen a dos aparatos con filosofías que eran al mismo tiempo similares y contrapuestas, tal y como cuenta el documental «I Dream of Wires». La película dirigida por Robert Fantinatto y que protagonizará este fin de semana un encuentro en Berlín con Martin Subotnick, uno de los pioneros de la música electrónica, cuenta cómo Moog diseñó su aparato sintetizador con el propósito de que sirviera para la experimentación «académica», es decir, para que abriera las posibilidades de transformar un sonido en algo nunca antes escuchado aunque partiendo de un dispositivo que resultase familiar. Por eso, Moog acopló todas las transformaciones electrónicas que pueden aportar los filtros, las válvulas y los moduladores a un teclado de piano clásico. Y mientras, en otro sótano de la costa Oeste, y bajo la influencia de la contracultura de San Francisco, Buchla prescindió de esa premisa: su máquina desafiaría las estrecheces conceptuales del pentagrama. Sería el primer paso de una nueva forma de hacer música, así que, de alguna manera, estos peligrosos ingenieros sí que estaban poniendo en riesgo y amenazando la música académica, uno de los pilares de la cultura occidental.
Hay que entender en qué consiste un sintetizador para seguir avanzando. Simplificando mucho, es un dispositivo que toma un sonido generado por electricidad (ya sea con un teclado o sin él) y lo conduce a través de módulos que pueden modificar su naturaleza: osciladores, amplificadores, diversas modulaciones, filtros o cambios de frecuencia. El sonido resultante se puede conducir con un cable al siguiente módulo, donde se le opera una nueva transformación. Por eso adoptó el nombre de sintetizador, porque permitía sumar varios en una síntesis y al mismo tiempo no eran sonidos naturales sino sintéticos. Estas máquinas ofrecían unas posibilidades infinitas de transformación de un sonido explorando los límites de su propia naturaleza física... pero lo que las convertía en piezas únicas y no en trastos fabricados en serie era su proceso de fabricación. En la década de los 60, se ensamblaban a mano, se soldaban en circuitos perecederos, se «cosían» sus circuitos y se enhebraban válvulas, resistencias y componentes tan primitivos que casi no pertenecían al ámbito de la electrónica sino a la artesanía más ingenua. Y sin embargo producían unos resultados tan futuristas como las sílabas de un lenguaje robótico o el «quejío» de un ser extraplanetario. Nada en la tierra se parecía a eso hasta el momento.
Los primeros sintetizadores eran unos aparatos poco estéticos: se parecían a una centralita telefónica. Una gran consola en un marco de madera de la que salen algunas decenas de cables que permiten enchufarse en otras tantas clavijas, mientras luces intermitentes y teclas, botones y ruedecitas llaman a ser manipulados. Cada combinación producía un resultado diferente y el azar jugaba un papel fundamental. A veces era imposible repetir ese sonido mágico que ayer salió por una cuestión decisiva: estos aparatos no tenían memoria. Así que si uno quería volver a conseguir ese sonido único tenía que apuntar las coordenadas, los elementos y las medidas que había utilizado para conseguirlo en un patrón, como si se tratase de costura. «Las sensaciones al manejarlo eran ambivalentes –dice Fantinatto–. Por un lado, no era difícil obtener sonidos simplemente jugando con la consola. Por otro, lograr exactamente lo que querías podía costarte meses de estudio y de pruebas». Sin embargo, prácticamente todos los grupos (desde los Monkees a The Doors) utilizaron uno de estos equipos y con él se compusieron melodías de anuncios o el célebre «Pop corn» (la sintonía de «palomitas de maíz») entre muchas instrumentales.
Hacia la era digital
Con el tiempo, los aparatos se fueron sofisticando y reduciendo en tamaño. Hasta que un día el «tsunami» digital quiso borrar el pasado como si todo lo anterior pudiera ser reemplazado o traducido a un nuevo testamento binario. Los equipos Roland o Yamaha podían hacer miles de operaciones sin todos esos cables por fuera. «Pero estaban pensados para ahorrar costes en un contexto musical en el que se produjo mucha basura. Eran un pretexto para ahorrar costes en un una escena dominada por el ansia comercial», dice en la película Trent Reznor, líder de Nine Inch Nails y uno de los más perfeccionistas productores de música del momento. Si uno levantaba la tapa de uno de esos Yamaha o equipos similares (generalmente japoneses) ya no había una maraña de circuitos y de válvulas manufacturadas ni toda esa orfebrería electrónica imperfecta que producía sonidos inexactos. No, lo que encontraba era un potente microprocesador y una memoria que almacenaba miles de sonidos en unos y ceros. La fiabilidad de esos equpos digitales era total y las posibilidades también: siempre sonaban igual. Pero ni su sonido alcanzaba las frecuencias de un equipo analógico, que era pura electricidad, ni cabía la posibilidad del azar.
Sin embargo, los viejos armatostes analógicos fueron dejados de lado. Eran caros de mantener, se desafinaban, sus centenares o miles de componentes eran perecederos y, en cambio, las máquinas japonesas estaban al alcance de cualquiera. «Nadie quería los equipos antiguos y su precio había caído mucho. Y en ese momento empezó una era dorada de un tipo de música y de sonidos que eran perfectos para estas máquinas: el acid house», comenta Fantinatto, director del documental «I Dream of Wires». Los «sintes» analógicos encontraron su carta de naturaleza en una música que fuera puramente electrónica y, refugiándose en la escena «underground», fue como estas máquinas aguantaron el paso del tiempo hasta el cambio de siglo. En la película se declaran devotos de este cacharro artistas como el propio Reznor, Gary Numan, Carl Craig, Daniel Miller, Richard Devine, Vince Clarke, James Holden y John Foxx, entre otros, que defienden que los sonidos no son números, sino vibraciones eléctricas que hacen la función de una cuerda de guitarra tensionada por un dedo. Ellos apagaron el ordenador, donde no encontraban inspiración. «Los músicos prefieren esa relación física y existe una placer en el hecho de girar mandos, controles y teclas. Está mucho más cerca de lo que siente un guitarrista», dice Fantinatto.
EL HIJO DE UN CAMPESINO ESPAÑOL
Pocas veces hay un español en las grandes historias de la música, pero en esta peripecia hay uno y muy ilustre, que, además, está vivo. En el San Francisco de los 70, cuando se cocía la revolución contracultural de Timothy Leary y su famoso «turn on, tune in, drop out», un español participaba de los experimentos musicales, piedra angular de esta apertura de puertas de la percepción. Se llamaba Ramón Sender (en la imagen), primogénito del autor de «Réquiem por un campesino español», que fue adoptado en el país americano. Sender hijo, que hoy tiene 81 años, vivió un tiempo apasionante, entre la severidad del conservatorio donde estudió piano, la pertenencia a una secta cristiana y después a una comuna hippie, las drogas y el budismo Zen. En ese peregrinaje cofundó el San Francisco Tapes Music Center, un lugar de experimentación musical donde primero se sampleó con cintas. Allí conoció a Morton Subotnick, leyenda de la música electrónica, y, juntos, contactaron con Don Buchla, que creó el primer sintetizador modular, coetáneo del Moog. La historia de Sender hay que imaginársela en esas «raves» primitivas con los Alegres Bromistas (The Merry Pranksters) de Ken Kesey , con el que Sender organizó comunas-rancho y coprodujo el Trips Festival, un evento de 1966, uno de los primeros del movimiento hippie. Sender, que se hacía llamar «Morningstar», fue el primer DJ residente de estas fiestas.