Así matamos a Michael Jackson, el primer crucificado por las redes sociales y las “fake news”
El periodista Paul Morley analiza en un ensayo en torno al Rey del Pop publicado por Sexto Piso «cómo la sociedad crea y destruye mitos».
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El periodista Paul Morley analiza en un ensayo en torno al Rey del Pop publicado por Sexto Piso «cómo la sociedad crea y destruye mitos».
Podemos definir estos últimos años como la era de la cancelación de los mitos. De Woody Allen a Michael Jackson pasando por Kevin Spacey o hasta Brad Pitt, algunos ídolos culturales se han desmoronando por sus comportamientos privados, que, en el caso del cantante y tras la aparición del documental «Leaving Neverland», suponen la culminación de un proceso de desintegración que empezó en vida.
Tal y como narra Paul Morley en «¿Quién mató a Michael Jackson?» (Sexto Piso), la identidad de Jacko se fue descomponiendo lentamente hasta el día de su muerte, cuando estalló en miles de pedazos. El Jackson héroe negro; el adefesio descolorido, el rey del pop y el patético y solitario, el niño abusado; el adulto abusador y el fantasma de sí mismo, una criatura post-humana cuya semblanza se traza en forma de ensayo casi forense. Así, 48 capítulos diseccionan el cuerpo, como el de otros parientes que cita Morley (Whitney Houston, Amy Winehouse, Prince o George Michael) recientemente enterrados con menos dignidad de la esperada: «La muerte continúa cubriendo el expediente. La muerte gana por goleada», escribe el periodista.
El británico embalsama a Michael Jackson incluso en segunda persona: «Si te hubieras quedado aquí, con toda tu majestuosidad enmascarada, corrupta e influyente, si hubieras escapado a ese coma último, no habrías desentonado lo más mínimo, por más que tu manera de desentonar consintiera en ser el canalla, el escándalo, la historia y el ascenso social y la fantasía que se van a la mierda». Con la intención de iluminar la zona oscura de la muerte de Jackson, lo que hace Morley en realidad es arrojar luz sobre su vida, desde la infancia que le robaron, «el bloqueo de la pubertad y el control macabro sobre tu energía juvenil como parte de un riguroso plan que te condujo a sentir una punzante necesidad de estar rodeado de niños», a sus presentaciones ante George Bush, «con medallas autoimpuestas», o su nefasto papel como padre: «Heredaron el pleito familiar y, aún más que otros hijos de celebridades, la maldición y el caos de la fama. Tú no ibas a estar ahí para resolver ninguno de sus asuntos. Todo ello iba a cobrar vida propia, se iba a enroscar en torno a tu ausencia o tu presencia, un lugar donde tu antaño poderoso padre, ahora debilitado, te sobrevivió y formó parte tanto como tus hijos del Más Allá de Michael Jackson», escribe Morley.
Escrutinio y parodia
El periodista recoge cómo el mundo cambió de repente alrededor de Jackson, cómo él fue la primera víctima de un orbe mediático nuevo: «Abriste camino, nos mostraste cómo la vida podía ser un episodio perpetuo de telerrealidad, hasta qué punto todo lo que deseamos es ser amados». Al rey del pop le consumió el mismo ácido que en su momento era glucosa. Donde había elogio y cariño todo se convirtió en escrutinio y parodia. Fue el primer crucificado por las redes sociales y las noticias morbosas y exageradas: falsas decimos hoy. El libro, según cuenta su autor, surge de las horas postreras al fallecimiento del artista. «Me pregunté qué demonios iba a responder cuando me preguntaran, de forma inminente, cuál era mi opinión acerca de su figura. Había muerto en unas condiciones monstruosamente mezquinas, enfrentado a presiones insoportables tanto por parte de los que le querían como de aquellos que lo odiaban». Si bien lo segundo es más obvio, pues detractores tenía muchos, Morley se refiere con la insoportable presión de sus fans a los 50 conciertos (sí, nada menos que 50 consecutivos) que Jackson tenía programados en Londres en el año de su muerte durante la gira de «Is This It».
En el momento de su fallecimiento, Jackson había presenciado el derrumbamiento de su imperio, el desmoronamiento de su reputación, la decadencia física más atroz... era «el lastimero ocupante de una parada de monstruos moderna». Fue más un puzzle mecánico que una persona que viviera y sintiera. Y claro, llega el momento en que Morley llama a declarar en este juicio a Lisbeth Barnes, madre de Brett Barnes, uno de los niños que convivió con Jacko durante una gira en la que... el niño... compartió cama con el cantante. «Yo confiaba plenamente en Michael», dice la madre en un testimonio amplificado en el documental «Leaving Neverland». Morley recuerda el celo explotador y la severidad del padre del artista «como Leopold Mozart utilizó con su vástago Wolfgang». Michael buscó ser «el único Jackson» y, según este periodista, dio con un personaje, el perfecto, aunque «se le escapó de las manos: se volvió adicto al vertiginoso pero placentero proceso de alterar su imagen». A modo de interludio, para hacer tangible el coro de rumores que se generó en torno a su figura, Morley completa varias páginas de tanto en tanto con los encabezados de búsquedas de Google sobre él, que incluyen los mayores disparates imaginables. La presión y la atención sobre su nombre no deja de crecer. «En cuanto Michael dejó de ser un músico para ser un simple famoso, fueron los medios quienes, con sonrisa de suficiencia y gesto socarrón, se encargaron de castigarlo y usarlo como chivo expiatorio. Se alimentaron codiciosamente de su declive, se regodearon de su miseria, interpretaron sus excentricidades como señales de comportamiento criminal. Y, cuando murió, naturalmente que entraron en escena para hacerse cargo de las decisiones sobre su imagen».
Prefabricado
Morley describe la fama como una enfermedad que, con cuanto más intensidad te reclama, más dañina se vuelve, y «más destruye la realidad y el alma». Sin embargo, lo que Morley llega a plantear, y no le falta razón para hacerlo es si Michael, por patético que pareciera en el final de su existencia, no debería en realidad gozar de nuestra simpatía, a pesar de que como un Gollum tras el anillo, él siguiera hasta tal extremo su fantasía de poder (pues si no, qué otra cosa es el éxito) que eso terminó por destruirlo. Porque en un mundo tan hipercompetitivo como el que le tocó vivir, tan exigente y traicionero, trató de igualarse a las superestrellas de otro tiempo, como Elvis o The Beatles. «Tanta fama no debe ser sencilla de procesar, especialmente para alguien que no disponía de recuerdos de lo que supone no ser famoso», argumenta Morley. Al final de su vida, el rey friqui estaba más relacionado con Paris Hilton y más afectado por la muerte de Lady Di que en el reino de los vivos. Su excentricidad alcanzó cotas nunca vistas. Su mascota chimpancé y su rancho fantasía-terrorífica eran más representativos de él que sus canciones... ¿qué canciones? Morley se da cuenta de que, si queremos obtener alguna verdad, habría que entrevistar al Michael del pasado.
Claro, las canciones... En su papel de crítico musical, el autor se pregunta si las calibró en su justa medida. Si fue capaz de distinguir esa mezcla de instrumentación, de alma y tecnología, de hit e intimidad, de apreciar la pulsión de un bajo perfecto... O si solo veía las decisiones tomadas en una sala de juntas, el resultado de un presupuesto, la proyección de ventas e incluso la banda sonora de una existencia inverosímil, la de su cantante. Las de Jackson eran canciones equivalentes a los best sellers históricos. Falsamente espirituales y disidentes como engañosamente cuentan la Guerra Mundial muchos afamados escritores de ladrillos. Morley concluye que, «en realidad, la mayor parte de su producción fue de una calidad muy secundaria, eso sí, muy profesional. Es una especie de elogio que lograra convertirse en una leyenda musical de ese calibre a pesar de tan escasas e innegablemente excelentes obras de arte comercial», señala. Para sus oídos, Jackson fue «una especie de invento sónico, una personalidad ilusoria que cobró vida propia», como si el personaje de una novela un día se aparece en el Caprabo. El periodista británico le atribuye todos los méritos artísticos y comerciales (y muchos de los deméritos) a Quincy Jones. De forma muy evidente en «Off The Wall» y muy cáustica en el caso de «Thriller», que califica de «álbum de rock-soul barroco y cursi». Como si fueran obra de Toto. Un momento: es que los músicos del álbum fueron los de Toto. Tan cierto como que Van Halen toca el solo del single. Morley asegura que los temas acreditados a Jackson lo fueron por voluntad de este, no porque tuviera un papel clave en su escritura. Puede que apareciera por el estudio e improvisara un par de frases para la letra como toda contribución. Poco más nos queda de él. Nos queda, en el fondo, un símbolo calcinado de nuestros defectos como individuos y como sociedad.