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Entrevista

«Nunca me fiaría de alguien que no conoce la vergüenza»

El filósofo Frédéric Gros ya no cree que la culpa sea la madre de todos los males; lo explica en «La vergüenza es revolucionaria», una suerte de manual de resistencia actualizado

Frederic Gros
Frederic GrosGonzalo Perez

Esta entrevista tuvo lugar en Madrid el día en que el presidente francés, Emmanuel Macron, visitaba Israel para mediar en la guerra contra Hamas. Un conflicto que, en opinión de Frédéric Gros (Saint-Cyr-l’École, 1965), debe despertar aquello que Primo Levi llamó «la vergüenza del mundo». Para este filósofo, profesor en la Universidad París-XII y editor de las últimas lecciones de Foucault en el Collège de France, las masacres de poblaciones civiles son un «escándalo injustificable» que deben sonrojarnos. Según él, es la vergüenza, no la culpa, la emoción que mueve a la Humanidad. Lo explica todo en su nuevo libro, «La vergüenza es revolucionaria» (Taurus).

-Usted asegura que en las nuevas luchas se grita más contra la vergüenza que contra la culpa.

-Creo que un buen ejemplo es el movimiento #metoo. Denuncian la vergüenza de la situación de la mujer, pero no se trata de pedir derechos adicionales ni reivindicaciones económicas, aunque siga existiendo la brecha salarial. Se trata, sobre todo, de una exigencia de reconocimiento y de combatir la vergüenza, de darle un giro. Que ya no esté del lado de las víctimas, que además de cargar con el trauma por lo que han sufrido llevan sobre sus hombros el estigma.

-Este fenómeno en el que la condición de víctima va aparejada al sentimiento de vergüenza, ¿se da más en la mujer?

-Estadísticamente, la mayoría de las agresiones sexuales afecta mucho más a las mujeres que a los hombres, Estos suelen ser los agresores, de tal forma que la vergüenza es un estigma más compartido por las mujeres. No obstante, todos los asuntos que en Francia y en Europa han sido destapados sobre agresiones sexuales en el entorno de la Iglesia han revelado también que muchos jóvenes y niños han tenido que soportar el peso del que hablamos. Lo que resulta novedoso hoy en día es que exista un movimiento que intenta hacer de esa vergüenza un elemento de ira compartida y de transformación de las conciencias.

-¿A qué se debe que la vergüenza esté tan enraizada en las víctimas?

-La víctima siente la ignominia del acto en sí y no puede impedir que en torno a ella se instale un clima de silencio. La gente sabe lo que pasa, pero no lo denuncia. Lo que va a actuar de vínculo entre la víctima y la vergüenza es, precisamente, el mutismo del resto. Es lo que va a anclar la vergüenza en la víctima, que llega a plantearse si tiene la culpa.

-Parece que en Francia el incesto ha sido la última frontera de la vergüenza con la cascada de denuncias de agresiones sexuales en el seno de la familia.

-Efectivamente, el incesto va a definir un rostro de la vergüenza absolutamente terrible. Lo que hace difícil hablar es saber que se va a romper la ilusión de la armonía familiar. Ese amor compartido reposa sobre su mutismo.

-Imagino que habrá una dosis de vergüenza necesaria para mantener la paz social.

-Una sociedad se mantiene gracias a la vergüenza, sí, pero es de una clase que nada tiene que ver con esta de la que hablamos en los traumas sexuales. Es decir, ha de existir un cierto sentido de los límites, de saber lo que podemos y no podemos decir, lo que hay que reservar y lo que hay que exponer. Esta vergüenza que yo llamo de la moderación es muy valiosa. Es una estructura interna que nada tiene que ver con la que resulta del desprecio de los demás.

-¿Por qué cree que los delitos sexuales producen más escarnio que los financieros, por ejemplo?

-Desde luego vivimos en sociedades en las que la religión cristiana nos ha enseñado que existía una dimensión de la sexualidad que se basaba en una cierta erosión. Nuestras sociedades occidentales han considerado que el orden político basaba su consistencia en la sexualidad de las mujeres. Es decir, que en la organización del reparto entre lo público y lo privado la sexualidad y la fidelidad conyugal femeninas permitían al hombre desplegar todo su potencial en el espacio público.

-Hay dos conceptos muy interesantes que maneja en el libro: que la vergüenza no tiene sujeto y que es una cualidad reversible a diferencia de otras.

-La culpa es una emoción en la que el sujeto se plantea la cuestión de lo que ha hecho y se impone el vértigo de su propia conciencia. ¿Qué he hecho bajo mi propia mirada? La vergüenza, en cambio, es mucho más difusa. Se plantea el problema de la imagen social que circula ante los demás. La cuestión es qué piensan los demás de mí. Es una proyección que no controlo pero que me obsesiona porque está en juego una cierta parte de mi identidad.

-Dice, de hecho, que no se puede sentir vergüenza si está uno solo.

-Claro, implica que haya otra mirada, aunque ese otro puede ser interiorizado. No tiene que estar presente.

-¿Y tiene vuelta atrás?

-Sí. En mi opinión, hay una alquimia de la vergüenza. Esa carga negativa puede ser transformada. Hablamos de una tristeza que nos hace sufrir porque hemos interiorizado el desprecio del otro. Pero esa tristeza no es más que el resultado de una ira que hemos desviado a nosotros mismos. Es ese giro lo que la convierte en un ácido que nos va corroyendo. En cambio, si se comparte, la ira también. Se da una transformación de uno mismo y de los demás.

-¿Cuál es la tesis principal del libro?

-Que la vergüenza no puede ser completamente confiscada por la psicología como emoción. Quiero decir que el dispositivo psicológico puede permitir ir más allá de algunas formas de la vergüenza, pero hay un aspecto que no puede ser borrado más que a través de una decisión y un tratamiento políticos.

-Cita usted el libro de “El adversario”, de Emmanuel Carrère, en el que se cuenta el caso real de Jean-Claude Romand, que hizo todo tipo de barbaridades para evitar la vergüenza.

-Durante mucho tiempo pensé a través de mis lecturas de Filosofía que el gran sentimiento era la culpa. Y que todos los problemas de la Humanidad venían de ahí. Pero más allá de eso, lo que verdaderamente dirige nuestras vidas es la obsesión por la vergüenza, más que la angustia de la culpabilidad. Por eso la novela de Carrère demuestra que podemos construir toda una existencia tremendamente destructiva para los que no rodean, llena de mentiras, solo porque no soportamos el juicio social.

-¿Tiene una causa narcisista?

-Tiene que ver con nuestro propio narcisismo, sí. Pone sobre la mesa la cuestión de si somos queridos por el prójimo. Si me permite decirlo, en eso reside la verdadera fragilidad de nuestra existencia. Saber si los demás nos aprecian, qué piensan de nosotros.

-¿Qué piensa de alguien que no siente nunca vergüenza?

-Hay una categoría relativamente reciente, los narcisistas perversos, que precisamente es una disfunción psíquica y personal a través de la cual para escapar de la vergüenza la persona la produce sin cesar en el otro. Una proyección que es una patología, gente que no conoce la vergüenza porque no cesa de tratar de anclársela al prójimo.

-Esta vergüenza digital de la que habla y que se genera en las redes sociales, ¿queda para siempre?

-Lo que sucede con la aparición de lo virtual es un tipo de vergüenza que no conoce límites y que, sobre todo, no se puede hacer desaparecer. La memoria digital es eterna y no tenemos ningún medio de escapar de ella. Habría que cambiar de nombre, de vida, de cara, para que eso desapareciera. Es terrible. Está producida por la tecnología más sofisticada y tiene el mismo rostro de la vergüenza más arcaica y salvaje.

-Volviendo a Oriente Medio, los supervivientes del Holocausto cargaban con un gran sentimiento de vergüenza por estar vivos. En el libro cita a Robert Antelme para recordar cómo un judío a punto de ser ejecutado se sonroja al oír que mencionan su nombre.

-De él y de Primo Levy extraigo esa idea terrible que nutre la vergüenza del superviviente. Los que salieron vivos de la Shoah se plantearon ¿por qué yo? ¿por qué sigo vivo si los que fallecieron en los campos eran tan dignos como yo? Y, por lo tanto, esa cuestión hace emerger la certeza terrible de que el lugar que uno tiene siempre se le ha arrebatado a otro. Es la tragedia fundamental de la existencia, la vergüenza de vivir. Nuestra existencia, nuestro lugar en la sociedad, no tiene legitimidad alguna. Podemos tratar de reafirmarnos a través de diplomas, méritos, pero la verdad es que el sitio que uno ocupa se lo ha tomado a otro.

-¿No le parece que ese pensamiento ahonda aún más en lo azaroso de la vida?

-Bueno, es que ese azar terrible es el que marca una existencia. Al mismo tiempo, la vergüenza es lo que nos aporta esta lucidez. Es decir, que nos rebaja el sentimiento de importancia. Lo que puede haber de positivo en la vergüenza es que nos acerca a la humildad y a la vulnerabilidad.

-Es un poco lo que el Papa llama la “gracia de la vergüenza”.

-Justo. Nos recoloca. Permite una autocrítica y una ausencia de buena conciencia que puede tener un cierto efecto de violencia. Cuando uno está seguro de que tiene la verdad es peligroso. Por eso la vergüenza es tan contradictoria; es un veneno para el alma y, a la vez, una manera de ser frágiles y de escapar de la arrogancia.

-¿A usted de qué forma le ha mejorado el sentimiento de vergüenza?

-Yo soy lo que puede llamar un tránsfugo de clase. Desde el momento en que nunca me siento en mi lugar eso me da una hipersensibilidad en las relaciones sociales y a las múltiples formas de la violencia.

-Que no es poco.

-Ja, ja, eso espero. Por eso digo que nunca confiaría en alguien que diga que no conoce la vergüenza. Cuando veo a alguien que la siente me acerca directamente, me hace conectar con esa persona. Funciona con la imaginación, es lo que nos permite que salgamos de nosotros mismos.