«Pero, ¿quién es ese que está al lado de Enrique Herreros?»
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El «public relations» español recoge sus andanzas con las estrellas de Hollywood en «A mi manera».
«Me quedan dos telediarios y... , por lo menos, ¡una entrega de los Oscar!», dice. Enrique Herreros se ha dedicado al negocio publicitario y la promoción del cine, español y estadounidense, durante más de 60 años. Ha vivido saltando de un rodaje a un tablao o una boite persiguiendo a astros de Hollywood, agasajándolos o tragando saliva. Socarrón, castizo y, de forma honda, familiar, habla de Los Ángeles, de Sunset Boulevard o de los estudios de la Metro tanto como de la Gran Vía madrileña, hoy con sus templos cerrados (el Palacio de la Música, su favorito) o, peor, profanados como sedes de franquicias de bragas.
Para entresacar anécdotas de tanta vida, Herreros ha estado encerrado meses en su casa, horror vacui donde marcos, más grandes o más pequeños, atestan las paredes con fotos de él con todos y de todos con él: Chaplin, Bette Davis, Charlton Heston, Huston, Ingrid Bergman... El libro, «A mi manera» (Modus Operandi), es su estilo en el contar, de detalle en detalle, el gusto por la anécdota y un apabullante caudal de vivencias. Herreros ya estaba cuando Stanley Kramer vino a rodar en abril de 1956 «Orgullo y pasión» por tierras de las dos Castillas. Recibió a Sofía Loren, entonces, 22 años, Italia en un escote y luego tuvo que lidiar con Sinatra, enloquecido por Ava Gardner. Herreros seguía estando cuando Samuel Bronston empezó con sus «epics» y el colosalismo de «El Cid» o «La caída del imperio romano» se rodaban en España. Como conoció bien a los grandes, los retrata en tono menor, distraído, sin darse importancia, pero llevándolos a la escultura en una sola frase. De Charlton Heston, por ejemplo, detalla su legendaria tacañería. «El productor le había proporcionado un apartamento con piscina, en la avenida del Generalísimo número 14, hoy Paseo de la Castellana, propiedad de Benito Perojo. Cuando Heston terminaba su jornada laboral, le pedía al chófer que le daba servicio que cargase el coche con troncos de madera del decorado para llevárselos a casa de gratis y mantener encendida la chimenea».
En 1983, Herreros todavía estaba y por eso ayudó a conseguir el primer Oscar en español para «Volver a empezar». Luego repitió la jugada con «Belle Èpoque», de Trueba, en 1994. En los restaurantes de Los Ángeles o en los reservados, en cenas o en una esquina, entre unos y otros, se dedicaba a captar votos de la Academia, lidiando, además, con algunos enconos ministeriales.Tras el discurso de agradecimiento por el premio a la película, Garci y él fueron a orinar juntos en el servicio del Dorothy Chandler Pavillion. El director agarraba la estatuilla con la izquierda, como soldada a la palma, y se ayudaba sólo con la derecha. Al mirar a izquierda y a derecha, vieron a Paul Newman y a Jack Lemmon. «Observé con disimulo –recuerda Herreros–, no me fueran a confundir con algún descarado mirón de retrete». Luego se llevó el Oscar al pequeño apartamento de Sherman Oaks donde dormía. No se separó de él durante dos días.