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Piaf, el gorrión que cazó Marlene Dietrich

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El 19 de diciembre se celebraba el centenario del nacimiento de una voz que sedujo al mundo, la de Édith Piaf. En 1947 la pequeña parisina del pelo rizado y oscuro abandonaba una Europa destruida por la Segunda Guerra Mundial para emprender una gira por Estados Unidos. Allí se encontraba una actriz berlinesa rubia, alta, de labios perfilados, finas cejas y penetrante mirada azul que había cruzado el charco en 1930 para quedarse, huyendo de como “semejante hombre (Hitler) fanatiza a las masas”, Marlene Dietrich. Ésta tenía una exquisita formación musical, destacando con el violín, por lo que cuando escuchó cantar a Piaf, su oído no quedó ajeno y la excitación que le produjo su bella y cálida voz provocó que deseara conocerla cuanto antes. Lo que Dietrich no se podría imaginar es que Piaf, a la que llamó “el gorrión de París que se convierte en Fénix”, era su propio reflejo.
Ambas vivían intensamente la nueva bohemia de postguerra, estaban enamoradas de la libertad del amor, sus listas de conquistas fueron amplias, no distinguían la vida pública y la privada, poseían un fuerte carácter y personalidad, y compartían el gusto por la música y el cine. Así, Dietrich, que era abiértamente bisexual, y Piaf, se conquistaron mutuamente, y mantuvieron, según la biógrafa de la cantante, Margaret Crosland, “una amistad más que cariñosa”. Pronto ocuparon los focos como si juntas formaran un animal exótico, se besaban las bocas delante de las cámaras y disfrutaban de la provocación ante una sociedad donde la homosexualidad aún era penalizada.
Aunque Dietrich le dijo a Piaf, “no puedes tener un orgasmo cada vez que subes a un escenario”, la verdad es que le excitaba esa actitud y la acompañaba en sus conciertos y en el placer de gozarlos. Incluso cuando la gira estadounidense por la que Piaf había aterrizado en el país anglosajón, corría el peligro de llegar a su fin por motivos económicos al no lograr el éxito cosechado en Europa, Dietrich movió el cielo y la tierra, y algún que otro contacto, para que la francesa no tuviera que volver a su continente y se distanciaran forzosamente. La actriz, que ya se había convertido en leyenda con sus interpretaciones en películas como “El ángel azul” (1930), “Deseo” (1936) o “De isla en isla” (1940), quería que Piaf también lo fuera, brindándole apoyo material y sentimental hasta conseguirlo.
Así cuando en 1949 el amante de Piaf, el boxeador Marcel Cerdan, fallece en un accidente de avión, Dietrich, con un gran instinto maternal, sería el hombro donde lloraría la cantante, y la ayudaría a retomar su carrera a pesar del estado de depresión en el que estaba inmersa. Con él, Piaf había pasado un año como dos amantes siempre en celo, y la felicidad fue proporcional a la desgracia. “Un alma que nació herida. Una idealista, una optimista de ojos tristes, manos de princesa, un cuerpo frágil marcado por una infancia llena de hambre. Delicada y robusta, valiente y tímida, que canta desde el corazón, ofreciendo su amor, su amistad, su ayuda e inspiración, creyendo en todo con la poderosa fuerza de su espíritu romántico”, de esta manera describió la actriz a su amada amiga en su libro publicado en 1960 “Marlene Dietrich´s ABC”.
Las dos eran pájaros libres que volaban nuevamente con el único rumbo del romance incierto, pero Dietrich fue testigo de cómo Piaf cortaba sus alas en 1952, acompañándola en su boda con el cantante Jacques Pills. Antes de la ceremonia, cuenta la intérprete en sus memorias, “me dirigí a su habitación para ayudarla a vestirse. Al entrar la encontré sentada en la cama, desnuda, conforme a la costumbre. [...] Alrededor del cuello llevaba una cadenita con una pequeña cruz de esmeraldas que yo le había regalado”. El matrimonio con Pills sólo duró cuatro años. Convencida de su imposibilidad de alcanzar el amor, inmersa en sus fracasos, se volvió adicta al alcohol y a los estupefacientes. Entonces, la actriz y la cantante se distanciaron: “Cuando se sumió en las drogas, dejé de serle fiel. Aquello era más de lo que yo podía soportar. A pesar de todos mis esfuerzos por ayudar a Edith, topaba contra un muro infranqueable”, afimó Dietrich.
A pesar de ello, Piaf y Dietrich no se pudieron abandonar del todo, habían sido las amantes más profundas, comprendiéndose como mujeres, como ningún hombre podría haber hecho, y aparecieron juntas en público durante conciertos en Estados Unidos, en el Waldorf de Nueva York, por ejemplo, donde el público se rindió ante ella, y, de vuelta por Francia, en la localidad de Melun en 1959. Ese año Piaf sufrió un grave accidente de coche con su nuevo “novio”, Georges Moustaki, que, unido a su mantenida adicción a las drogas, provocarán que su salud empeore progresivamente hasta su muerte el 10 de octubre de 1963.
Tres días más tarde, tras un funeral multitudinario por las calles de París, el féretro de Piaf era depositado en el cementerio de Perè-Lachaise. Dietrich aún seguía a su lado, sabiendo que su amistad sería inmortal, ya que observó como la cantante era enterrada con el colgante que ella le había regalado durante las Navidades de 1948 que pasaron en Roma, una cruz de oro de Cartier con siete esmeraldas.
A la muerte de Piaf, Dietrich ya estaba dedicada plenamente en su carrera musical, y el 19 de octubre daba un concierto en el Berns Salonger de Estocolmo, donde interpretó “La vie en rose”, canción que entonó por primera vez en la película “Pánico en la escena” (1950), de Hitchcock, y que repetiría sucesivamente en sus espectáculos, empeñada en que su pequeño gorrión siguiera siendo un Fénix que renace eternamente.