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Primer capítulo de «Llamadme Alejandra», el último libro de Espido Freire

La escritora se adentra en la dura vida de Alejandra Románova –la última zarina del Imperio Ruso– en su nuevo libro, Premio Azorín de Novela.
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La escritora se adentra en la dura vida de Alejandra Románova –la última zarina del Imperio Ruso– en su nuevo libro, Premio Azorín de Novela.
Nos han despertado en mitad de la noche a gritos porque nos espera un nuevo viaje. Nicolás se ha levantado, ha abierto la puerta y a través de ella, semicerrada (yo aún en camisón, el Nene asustado y confuso), ha hablado con el comisario Yurovski.
–¿Qué ocurre?
–Nada, no se preocupen, no se alteren. Obedezcan con la mayor presteza posible y todo saldrá bien.
El Ejército Blanco, el nuestro, se aproxima. Temen que en los enfrentamientos entre los Rojos del pueblo y los Blancos, los primeros tomen represalias contra nosotros. Nos llevan, por nuestra seguridad, a otro emplazamiento, y para ello nos esperan en el sótano de la casa dentro de un cuarto de hora.
Ni con nuestros mejores deseos podríamos estar abajo en quince minutos. Mi marido está despertando a las niñas, y Alexis y yo nos vestimos con calma, como podemos, como un par de inválidos. Si se cruzan nuestras miradas, sonreímos. Ya estamos acostumbrados a los viajes secretos, a que nos muevan como si fuéramos peones esenciales para un juego de ajedrez entre Blancos y Rojos.
–Tengo sueño...
–Yo también, mi vida.
–Tengo mucho mucho sueño.
–Yo también también.
Mi hijo, con los ojos cargados de oscuridad y de bostezos, parece mucho menor. Se transforma cuando duerme, con su rostro relajado, en mi bebé, en mi niñito pequeño. Desaparece su seriedad, esa costra de dolor y de paciencia contrariada que se le ha adherido como si fuera mugre.
Tienen miedo a que escapemos. Por eso nos trasladan otra vez, supongo. La casa, rodeada por una doble empalizada, parece una fortaleza para revolucionarios girondinos. ¿Cómo podríamos huir, con el niño enfermo, conmigo y mi silla de ruedas, con cuatro jóvenes hermosas y llamativas, con un hombre al que toda Rusia conoce, al que se han aferrado en las monedas de los últimos años? ¿Adónde?
Miremos a donde miremos, solo podemos encontrar una tierra desconocida, y tundra, y bosques que nunca hemos visto. No tenemos amigos ni dinero. Nos lo han arrebatado todo. Han saqueado nuestros tesoros. El anterior comisario nos robó todas las joyas que encontró, incluso las cadenitas de oro que permitían que nuestros iconos religiosos colgaran de las paredes, con lo que ya no nos protegen nuestros santos.
Las niñas, la doncella y yo hemos conservado algunas gemas con métodos arteros, de viejas avaras, cosidos en los dobladillos de la ropa y entre las ballenas del corsé. Nos impiden respirar con la facilidad acostumbrada, pero cuando seamos libres esa esmeralda que se nos clava en las costillas puede suponer la diferencia entre un día de hambre y otro con sopa caliente, una operación para el Nene o que sufra sin morfina y sin alivio.
Olvidan además que no queremos escaparnos, tan solo que esto acabe y que decidan qué va a ser de nosotros. No pedimos mucho. En realidad, no pedimos casi nada. Que, por caridad, nos permitan vivir en una finca retirada, donde podamos envejecer sin molestar a nadie, lejos del mundo. Nosotros solos, ciudadanos Romanov a secas. Preferiríamos quedarnos en Rusia, si eso fuera posible. Pero si ni así nos quieren, no nos importaría encontrar un futuro en otra nación. Cualquier cosa, siempre que nos permitan mantenernos juntos. No, no vamos a escaparnos. No nos queda más remedio que confiar en quienes nos custodian, y obedecerles, aunque hasta ahora cada movimiento haya sido a peor.
Todo es feo a nuestro alrededor. Horrible el cuarto que compartimos mi marido y yo con mi hijo, siniestro aquel en el que se apiñan mis cuatro hijas, mezquina y sucia la cocina y los cristales tintados que nos impiden asomarnos al exterior. Pasan las semanas y nada mejora, y la esvástica que he dibujado en el marco de la ventana de mi cuarto envejece: indiqué bajo ella la fecha en la que nos encerraron en esta casa, el 17 de abril, y estamos ya a 16 de julio.
La tracé a escondidas, en secreto. Siempre la he considerado un símbolo de buena suerte, traído desde la India por los santones que cuidan del alma y descuidan el cuerpo, y dondequiera que mi hijo ha dormido, a falta de un icono, lo ha acompañado la cruz solar. Y así vamos pasando día a día, procurando mantener el buen humor entre todos, y sin pensar demasiado.
A veces los recuerdos me salvan del dolor. Otras me resulta demasiado difícil recordar nuestra vida pasada, que nunca resultó sencilla, pero sí más cómoda. El ser humano, si lo sostiene la fe, puede soportarlo todo. Todo, la muerte, la ruina, la enfermedad, la traición. Mis años me han enseñado que cuando el límite se ha rebasado, aparece aún uno más; que todos nosotros somos, hombres y mujeres, extraordinarios. Que el alma en los malvados es esquiva y huidiza como un venado, pero que aparece de pronto en los ojos, en un gesto que la delata.
El pequeño Levka, el pinche de cocina, ha sido liberado esta mañana. Al principio sufríamos por él, porque nos hemos acostumbrado a vivir cada cambio como el anuncio de algo peor, pero nos han contado que el destacamento de su tío ha acampado cerca de aquí y que lo ha llamado, y el niño ha corrido feliz fuera de esta casa. Alexis lo ha visto marchar sin decir nada. Era el único amiguito que tenía. Tanto él como yo esperamos, por su bien, que no regrese nunca. Pero su salvación, su felicidad futura, condena a mi hijo a la soledad, que nunca se aleja demasiado de él...
Todo vanidad. Todo todo vanidad. ¿Por qué no renunciamos a la riqueza en nuestro momento?, ¿por qué tuvimos que sufrir que nos fuera arrebatada?, ¿qué lección no comprendimos? Se aproxima el fin del mundo. Los reyes caen, la guerra que no cesa arrasa regiones, países enteros, en Rusia los hermanos se matan entre sí, los santos son asesinados y los villanos se pasean por los palacios.
Sí, el mundo se acaba; el mundo que conocimos, al menos. Me parece adecuado, por tanto, que esa catástrofe me encuentre aquí, en el último rincón de la Tierra, sola con los seres que más he amado. Cuando pienso en eso, no tengo miedo a morir.
–No dobles así la manita, corazón.
–Es que no puedo atarme los botones.
–Espera entonces un momento a que venga papá y te ayude. No vayas a hacerte daño.
Qué extraña vida la mía. Cuando nací, en Darmstadt, Hesse, en una Alemania ahora enemiga, el 6 de junio de 1872, el mundo comenzaba a complicarse tanto que en poco tiempo nadie reconocería en qué nos habíamos convertido. El mismo día de mi nacimiento se inauguraba la primera línea ferroviaria en Japón, otra nación que se convirtió en mi enemiga. Darwin, ese coleccionista de escarabajos, publicaba el mismo año «El origen de las especies», que tanto revolucionaría la sociedad de mi abuela, mecida apaciblemente con las bellas pinturas prerrafaelitas que los poemas de Tennyson o las novelas de Dickens o de sir Walter Scott inspiraban.
El mundo pertenecía a mi abuela; ella, con su majestuosa figura, sus joyas imperiales y su frente siempre alta, fue la mujer más influyente del siglo, y sin duda, también de mi vida. Había, por supuesto, otras emperatrices, como Elisabeth de Wittelsbach, la hermosa emperatriz de Austria, que despertaba pasiones pese a su rebeldía, su amor por los caballos y el griego o sus extrañas dietas que la mantenían esquelética y silenciosa. O Eugenia de Montijo, otra belleza que obedecía a los cánones clásicos.
Pero la reina Victoria de Inglaterra, emperatriz de la India, dueña de medio mundo, las superaba a todas. La abuela. Solo ella llegó al trono por derecho propio y no por matrimonio. El abuelo Alberto, que murió cuando yo tenía dos años, no era más que un príncipe, por mucho que ella lo amara. Las mujeres de todas las clases sociales vestían siguiendo su gusto, con cuellos altos, mangas de bombacho, gorgueras, encajes y muselinas, flores diminutas y camafeos. Como ella, llevaban una vida práctica y sensata. Quizás aburrida, pero en Inglaterra al menos no se suicidaban como les había dado por hacer en París; las mujeres creaban acogedores hogares de cretona y flores, con fundas cálidas, tenían hijos, muchos hijos, y se sentían protegidas y seguras.
De todo esto, de todas estas magníficas emperatrices, ya no queda nada. A la bella Elisabeth la asesinó un anarquista en 1898. Eugenia sigue viva, en España, viejísima y arruinada. La pobre perdió a su único hijo, su trono y sus esperanzas. La gran Victoria murió en 1902, con su imperio ampliado a toda Europa, en la que reinábamos algunos de sus cuarenta nietos.
¿Quién sino ella podría escribir al káiser, que le envió una carta subida de tono, una nota como esta?: «Dudo de que un soberano haya escrito jamás en ese tono a otro soberano, especialmente cuando este soberano es su propia abuela». Nadie, por mucho que Guillermo se lo mereciera. Todos somos primos, nos hemos matado en el seno de la familia, y ahora Nikki y yo mendigamos a alguno de esos parientes afortunados que nos saque de aquí y nos ponga a salvo.
Y así será, porque si algo aprendimos de la abuela fue que todo, el poder, la gloria, la riqueza, se encontraba al alcance de nuestra mano; y que todo, incluido el poder, la gloria y la riqueza, debía ser administrado teniendo en cuenta la moralidad, la caridad y la decencia.
Hay que tener esperanza. Hay que mantener la fe.
Nikki ha entrado de nuevo en nuestro cuarto y ha cerrado con cuidado la puerta a sus espaldas.
–Las niñas se están vistiendo –me dice–. ¿Necesitas que te ayude?
Le devuelvo la sonrisa y niego con la cabeza. Luego le hago una seña en dirección a la cama del pequeño. Él levanta las cejas.
–Ven, hijo –dice mi marido–. Échame una mano, que yo no puedo. Átame como es debido los botones de la camisa, y a cambio, te ataré yo los tuyos.