Sección patrocinada por sección patrocinada

Cine

"Los que se quedan", o la bonhomía de los idiotas según Alexander Payne

«Los que se quedan» marca la reunión del director de «Entre copas» con Paul Giamatti en un brillante cuento de Navidad ambientado en un internado de élite

"Los que se quedan", o la bonhomía de los idiotas según Alexander Payne
"Los que se quedan", o la bonhomía de los idiotas según Alexander PayneUNIVERSAL PICTURES

Hay muy pocos cineastas que hayan explorado tanto la bonhomía de los idiotas como el director Alexander Payne. El responsable de «A propósito de Schmidt» (2002) o «Los descendientes» (2011) ha intentado, en una decena larga de películas, poner el humanismo en primer plano para intentar apreciar todos sus matices, demostrar que somos nosotros, sí, pero también nuestras circunstancias. Desde el cinismo platónico aplicado a la cosa pública, como en la brillante y olvidada «Election» (1999), hasta la crisis de la mediana edad y sus consecuencias –en masculino y singular–, como en «Una vida a lo grande» (2017), si hay algo que define la carrera de un director que ha rodado ciencia ficción, «road movies» en blanco y negro y dramas profundos es su empeño en demostrar que todos, incluso aquellos que parecen condenados hasta por sí mismos, merecen la redención.

Ese era el fin, acaso cómicamente oculto, de la que muchos consideran su obra maestra, «Entre copas», 2004, y eso es, precisamente, lo que le lleva ahora a mirar de tú a tú a los genios contemporáneos gracias a «Los que se quedan», que llega esta semana a las carteleras españolas con un Paul Giamatti excepcional buscando su segunda nominación al Oscar. Aquí, el antiguo colaborador y amigo de Payne ejerce de profesor cascarrabias, vieja promesa de lo académico que se quedó en eso, encargado de ejercer de niñero de los chavales (pijos) de un internado de élite que, por diversas razones, no vuelven a casa por Navidad. El que más problemas le dará será Angus (todo un descubrimiento, Dominic Sessa), niñato rebelde pero de gran potencial con quien acabará conviviendo durante todo el período vacacional. A ambos se sumará la cocinera del instituto, una Da’Vine Joy Randolph que está cosechando todos los premios a la actriz secundaria de la temporada.

Crítica de "Los que se quedan": la historia como refugio ★★★★
Crítica de "Los que se quedan": la historia como refugio ★★★★UNIVERSAL

Una emotividad sincera

Con ecos del mejor Hal Ashby y su manera de entender la adolescencia, acordándonos de películas como «Harold y Maude» (1971) o «Coming Home» (1978), «Los que se quedan», que opta a tres Globos de Oro, es un cuento de Navidad tan tierno como elegante, tan sesudo como meridiano a la hora de exponer sus tesis. El profesor, obsesionado con las formas clásicas, intentará educar al pupilo en los valores alejandrinos, mientras que el crío, abrumado por una vida en la que poco ha tenido que decir, le mostrará al adulto cómo de alejado está de una realidad que le ha pasado ya por encima. El objetivo de Payne, aquí, pareciera ser una sincera revelación de fuentes: utilizando los resortes visuales de un Robert Altman (la dirección de fotografía de Eigil Bryld será una de las mejores del año), el director se disfraza de un Richard Linklater en lo narrativo (el guion es de David Hemingson, especialista en sit-coms) para al final encontrarse consigo mismo y su sombra en la figura canalla de Giamatti, que bien podría ser el padre de su propio personaje en «Entre copas».

Pero más allá de la reflexión y la confesión de Payne, que aquí nos regala a los sentidos un Boston setentero en el que perdernos y una selección musical intachable, encabezada por varios himnos de la melancolía firmados por Cat Stevens, lo verdaderamente extraordinario de la cinta es su facilidad para discurrir por la pantalla como un río, concentrando su personalidad de cuento de Navidad y fluyendo por lo humano y lo divino sin distinguirlo. Ahí están las diferencias de clase, convirtiendo al profesor protagonista en un becado que lleva cinco décadas soportando el privilegio inconsciente; ahí están las dinámicas de clase, que forzaban a los jóvenes negros a ser seleccionados para morir en Vietnam con mayor eficacia que los blancos; y ahí está hasta la arquitectura de la película, dividida en tres actos canónicos que empiezan y terminan de la manera menos ortodoxa posible para que el milagro de la indistinción sea posible a ojos del espectador.

La orfebrería del pino navideño que nos presenta Payne, sin embargo, también se deja imbuir por la calidez del regreso a casa. Cuando la película se encuentra consigo misma, y cuando el director nos muestra el camino a la redención de sus protagonistas, parece rendirse a lo más obvio, entregarse a lo melodramático y reposar cómoda sobre sí misma, algo que se transfigura en un metraje desbocado que no parece obedecer a nada más que a la impresión novelesca que cierra el filme.

«Me sorprende mucho cuando la gente me dice que ver la película es como tomarse una buena taza de chocolate caliente. (...) Solamente quería hacer una película decente sobre gente», le explicaba el director, en la revelación más sincera posible, a «Vanity Fair» hace unos días. Sea como sea, y alejado ahora del contexto contemporáneo y rabiosamente actual que ha enriquecido casi la totalidad de su filmografía, Payne nos devuelve en «Los que se quedan» una película que, precisamente, intenta quedarse a vivir en nosotros. No tanto por su valor icónico, puesto que la propia escenografía del filme es un calco de otra decena, sino por su emotividad. Es difícil, de hecho, explicar cómo una película que no busca una sola lágrima en el espectador es capaz de dejar en él la misma sensación a la de haberse desahogado durante horas.