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¿Qué sangre es más roja, la de Kate Moss o la de un inmigrante?

larazon

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El gusto por la sangre, por trabajar con ella, se entiende, no es novedad en el mundo del arte. Sangre y fluidos corporales, orina y heces siempre han formado parte del taller. Ya decía Piero Manzoni que todo lo que sale del cuerpo del artista es arte. ¿Y qué contenían sus latas de mierda? Sus propios excrementos vendidos en este siglo XXI a más de 100.000 euros. ¿No regaló Duchamp a una de sus amantes una lámina a la que llamó «Autorretrato» con restos de su semen? ¿No ha quedado como un emblema el irreverente «Piss Christ» de Andrés Serrano que aún hoy sigue levantando ampollas? Sangre y roja. Marc Quinn sabe mucho de ella. Es uno de los materiales con los que moldea sus creaciones, piezas que en ocasiones rayan lo nauseabundo, como esta cabeza, la suya propia esculpida en silicona a golpe de plaquetas. Una obra que aun conservada en una cámara de refrigeración, ejemplifica el paso del tiempo, su peso. Cada cinco años se autorretrata y se congela envuelto en rojo. Qué asco. Cuatro litros y medio por pieza que sale de sus venas. Quinn va a mostrar en otoño en la Public Library de Nueva York una instalación que se exhibirá en un pabellón diseñado por Norman Foster. Tres años de trabajo, 5.000 donantes y el objetivo de recaudar 30 millones de euros para organizaciones benéficas que trabajan por la causa migratoria. Y fíjense qué curioso, que el proyecto se gestó, en vez de en la parte de atrás de una servilleta de papel en el envoltorio de una chocolatina, quizá para aliviar con un poco de azúcar tan durísimo tema. Lo que trata en definitiva de probar es que lo mismo da la cuna: que por las venas nos corre a todos lo mismo, nos llamemos Sir Paul MacCartney, Jude Law, Kate Moss, Bono, Zohre Esmaeli, refugiada afgana o Hass Agili y Aghaid Malik, que vio la muerte tan de cerca que aun hoy continúa teniendo pesadillas. Cada uno de los contenedores transparentes albergará
1.000 litros de sangre. Imposible distinguir la pertenece a los poderoso de la que es de los desheredados. «Debajo de la piel todos somos iguales», concluye Quinn. Y añade: «Verás dos esculturas hechas de sangre, pero no sabrás de quién es cada una de ellas». Y en efecto, las diferencias no existen, el mismo color, sabor y olor, ya seas Caballero de la Orden del Imperio Británico o una mujer que ha sido despojada de lo mímino en un campo de refugiados. A Quinn no le importa que los donantes tengan algún tipo de afección sanguínea: todas las jeringuillas son bien recibidas. Las dos obras se convertirán en piezas de arte itinerantes que de Nueva York viajarán por medio mundo. A buen seguro que la inauguración será de campanillas, que se formarán largas colas frente a los dos contenedores de cristal debidamente refrigerados. Mientras, las estrellas seguirán con su vida y los refugiados, alguno seguro que habrá muerto, arrastrarán esa astrosa existencia nómada pegada a la piel, entre el barro y el frío del invierno y el sofoco del verano. Y nadie nunca más, ni siquiera Kate Moss, volverá a acordarse de ellos.