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Tarsila do amaral, una modernidad sin conciencia

El Museo Guggenheim de Bilbao dedica una muestra a la renovadora de la pintura brasileña, una artista que se movió entre paradojas y que ha sido cuestionada por su visión del primitivismo y la negritud

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En 1923, Tarsila do Amaral remataba un autorretrato de un claro simbolismo donde prefiguraba una imagen: la de ella misma como artista. Una mirada que revelaba que, desde muy temprano, entendió la necesidad apremiante de aposentarse en las costuras de un personaje para desenvolverse en la vanguardia parisina, un mundo de grandilocuencias dominado por los hombres que frecuentaba desde 1920, cuando viajó desde su Brasil natal hasta Francia para completar sus estudios como pintora. Esas vivencias desembocaron en un óleo de evidente intencionalidad donde se representaba con los labios rojos, los ojos ensombrecidos, el pelo repeinado hacia atrás y un vestido de Poiret. Un rostro marcado por los ítems que definían la modernidad de aquellos años de optimismo. En realidad, el cuadro tiene un punto de impostura porque lo que reflejaba era una transformación, en lo que deseaba convertirse, el sueño que anhelaba y que consiguió. 

Tarsila, que provenía de una familia acaudalada de hacendados, dispuso de una educación elitista que le procuró una adecuada formación musical, literaria y pictórica. Unas ventajas, la social y la de una formación exclusivista, que la catapultaron en un primer instante, pero que después la conducirían a evidentes contradicciones que hoy, a los más críticos, les permite socavar o cuestionar algunos de sus principios.

El Museo Guggenheim de Bilbao le dedica una retrospectiva, comisariada por Cecilia Braschi y Geaninne Gutiérrez-Guimarães, que ha reunido 140 pinturas y dibujos que repasan las distintas facetas que atravesó, desde sus años iniciales en la década de los veinte hasta un último jalón de su trayectoria apenas conocido por el público: su pintura social. Una obra que surge de un viaje a la URSS y su filiación con el comunismo –que en 1932, bajo el régimen de Getúlio Vargas, la condujo a la cárcel–. Unos óleos, de intensa tonalidad ocre, en lugar de colorista, que transparentan su compromiso con los trabajadores (a pesar de provenir de clase alta).

A través de este recorrido puede apreciarse la influencia que dejaron en su obra amistades notables, como la de Lhote, Léger y Gleizes, y su asimilación de las corrientes vigentes en Europa, como el cubismo. Unos hitos que ella manipulará y moldeará a su antojo para transformarlos en un estilo de visceral personalismo a su vuelta a Brasil, cuando se junte a la pintora Anita Malfatti y los escritores Paulo Menotti del Picchia, Mário de Andrade y Oswald de Andrade para formar el Grupo de los Cinco, de inclinación modernizadora.

La creadora caníbal

Ellos apelarán a buscar las raíces de su tierra y perseguir una renovación pictórica en su país y darle a su arte una idiosincrasia propia, reconocible y fuera de cualquier marco de influencia. Así nacía ese movimiento caníbal denominado Antropofagia que anhelaba encontrar los paradigmas esenciales de la cultura brasileña.

Tarsila do Amaral fundaría una pintura, la gran pintura modernizadora de Brasil, a través de una obra que conjugaba el arte europeo con el imaginario indígena y la cultura popular. Readaptó los ismos del Viejo Continente a la realidad cotidiana que vivía. Hasta finales de los años treinta, gracias a los viajes que realizaría por las ciudades, pueblos y selvas, reflejaría en sus cuadros la industrialización, las gentes que encontraba y los animales. Tomaba sus tópicos culturales y reflejaba, con un alarde de colorismo, la multiculturalidad y la multirracialidad que veía. En su afán por pintar estas realidades caería en una primera paradoja. Ella, una pintora blanca, procedente de la alta burguesía, que pertenecía a una familia esclavista y con prejuicios de su clase, afrontó el primitivismo y la negritud sin conciencia de los errores que cometía, cayendo en algunas ideas que hoy son criticadas.

Aunque en la muestra falten «La negra», un óleo muy controvertido, que no se ha cedido, y «Abaporu», que nunca se presta, la muestra recoge los dibujos preparatorios del primer lienzo, que es un retrato de la mujer que cuidó de ella cuando era niña. Una obra que, junto a otras, da una imagen de la población negra que peca de una mirada, la de su época, pero que hoy es inapropiada y que, en estos tiempos de correcciones, no ha pasado desapercibida, a pesar de haber sido ella una gran renovadora y que su obra esté al alza en el mercado.