Crítica de teatro

“Los despiertos”: La paradójica claridad del absurdo ★★★★☆

Cada vez parece más depurado el estilo de José Troncoso

"Los despiertos", de José Troncoso, volverá a Madrid en septiembre
"Los despiertos", de José Troncoso, volverá a Madrid en septiembreTeatro del Barrio

Autor y director: José Troncoso. Intérpretes: Luis Rallo, Alberto Berzal e Israel Frías. Teatro del Barrio, Madrid. Hasta el 29 de abril.

Con paso muy seguro, y con el talento necesario para darlo, José Troncoso se va consolidando poco a poco como uno de los creadores más honestos entre cuantos puedan encontrarse hoy que no cuenten con padrinos de peso, que no tengan demasiados apoyos mediáticos y que no sigan las absurdas modas y poses que tanto encandilan a quienes se mueren por hablar y opinar de arte sin haber tenido nunca, en verdad, la más mínima sensibilidad artística a la hora de mirar el mundo.

Cada vez parece más depurado el estilo de este dramaturgo y director –que proviene de la interpretación y sigue ganándose el pan con ella– cuyas piezas, me da la impresión, quizá surtan más de planteamientos puramente escénicos, y tal vez también del trabajo diario con los actores, que de una estricta labor literaria planificada a conciencia con anterioridad. Este método no es, obviamente, ni mejor ni peor que otros; pero sí requiere un trabajo más colectivo, más conjuntado y, probablemente, más desprendido desde el punto de vista autoral. Y eso es lo que uno percibe como espectador en Los despiertos: todos aquí parecen haber remado juntos, a favor y al unísono.

Desde luego, ya existía una sintonía muy clara entre sus tres protagonistas: además de ser amigos, Luis Rallo, Alberto Berzal e Israel Frías se vienen encontrado desde los años 90 en diferentes repartos dentro del mismo entorno teatral, que no es otro que el de los históricos directores Miguel Narros, José Carlos Plaza o Lluís Pasqual. Y a medida de esa inquieta troupe actoral ha planteado Troncoso esta poética y expresionista historia de humor negro sobre tres personas insignificantes en la implacable dinámica social que, en algún instante incierto, quedaron apeados de ella.

Desprovistos de cualquier herramienta intelectual o cultural que pudiera ayudarlos a subirse de nuevo al tren de la vida tal y como la entendemos, subsisten como barrenderos tratando de aprovechar los desperdicios o, mejor dicho, los restos de vida que dejan otros, para intentar torpemente reconstruirse a sí mismos a partir de ellos. Es una bonita metáfora más dentro de un espectáculo cargado de metáforas bien construidas, algo, por cierto, bastante infrecuente en el teatro de hoy. Metafóricos son ya de entrada los despersonalizados nombres de los tres personajes: Grande, Mediano y Finito; metafórico es el hecho de que, a la muerte de uno de ellos, los demás, tan necesitados como están, no encuentren absolutamente nada aprovechable en lo que allí les deja; y metafórico es que ni siquiera el recuerdo del amigo perdido perdure en una memoria poblada casi exclusivamente de ausencias.

Con un atractivo aroma de chirigota, la obra puede situarse en un original punto medio entre Samuel Beckett y La Zaranda. La desasosegante inacción que caracteriza las obras del irlandés y la mirada tierna sobre la sordidez humana, tan presente en los montajes de la compañía andaluza, confluyen en esta función en la que la monotonía vital de los personajes –todos bien entendidos e interpretados, y muy especialmente el Mediano que hace Luis Rallo– ha sido deformada hasta el absurdo para mostrar así al espectador, con más claridad incluso que en los modelos mencionados, unas almas dolorosamente reconocibles en su abandono.

Lo mejor

El manejo tan original del absurdo, que aquí nunca llega a suponer un obstáculo serio para entender todos los significados.

Lo peor

Que propuestas como esta, que permitirían muy bien que el público apreciase otros lenguajes, no tengan cabida en las grandes salas.