Cultura

Crítica de teatro

“La bella Dorotea”: Mihura en technicolor ★★★☆☆

Amelia Ochandiano dirige una pieza en la que Manuela Velasco interpreta a la protagonista que se rebela contra la sociedad

"La bella Dorotea" ocupa la Sala Principal del Teatro Español
"La bella Dorotea" ocupa la Sala Principal del Teatro EspañolJose Alberto Puertasfreemarker.core.DefaultToExpression$EmptyStringAndSequenceAndHash@546dec3d

Autor: Miguel Mihura. Directora: Amelia Ochandiano. Intérpretes: Manuela Velasco, Raúl Fdez. de Pablo, Rocío Marín, César Camino, Mariona Terés, María José Hipólito y Belén Ponce de León. Teatro Español, Madrid. Hasta el 1 de mayo.

Siempre que veo una obra de Jardiel Poncela o de Miguel Mihura, o de algunos otros maestros del humor –mucho menos representados hoy que estos dos– que anticiparon en cierto modo en España el teatro del absurdo, salgo de la sala pensando lo mismo: hace falta que pase más tiempo para conseguir que sus obras se monten por fin libres de todo el contexto social y creativo en el que seguimos teniéndolas ubicadas. Dicho de otro modo: tengo el convencimiento de que Jardiel y Mihura brillarán mucho más, aunque pueda parecer paradójico, cuando el director que se acerque a sus obras no haya crecido con ellas; cuando sea una persona absolutamente virgen que no tenga más referencia del teatro de estos autores que la palabra impresa que dejaron a la posteridad; es decir, cuando ese director se enfrente a estos textos sin saber siquiera cómo se hacían en su momento, del mismo modo que se puede enfrentar hoy cualquiera a las obras de Lope o de Calderón de la Barca.

No quiere decir esto que no se haya progresado en la forma de llevar a Mihura a escena, porque sí se ha hecho, y mucho, en los últimos tiempos, como bien demuestra este montaje; pero creo que falta todavía, y es natural que así ocurra, más arrojo y desprejuicio. Pesa demasiado, en los que tenemos ya unos años cumplidos, la herencia de un imaginario cómico de otro tiempo.

Incluso en propuestas como esta que dirige Amelia Ochandiano, tan coloristas y tan rebosantes de frescura en algunos aspectos, se queda uno con las ganas de saber si conceptualmente no se hubiera disparado todo a un lugar mucho más contemporáneo, y más rico, colocando sobre el escenario a unos personajes puramente absurdos y no tan chispeantes; unos personajes que se apartaran decididamente del estereotipo en el que los hemos visto siempre.

Y no es que las interpretaciones sean malas, porque no lo son en ningún caso; más bien al contrario. El problema es que están encaminadas por la propia naturaleza de la propuesta a repetir un patrón ya conocido y asimilado por todos los espectadores. Aunque haya ciertas actualizaciones, la criada… es la criada de siempre; las pueblerinas cotillas… son las pueblerinas cotillas de siempre, etc. Se podrá argüir, y con mucha razón, que ni esta obra ni ninguna otra de Mihura se caracteriza precisamente por tener unos personajes abismales, capaces de revelarnos cosas nuevas cada vez que los vemos en escena. Y es verdad: incluso los protagonistas son a veces meros esbozos, dentro de una trama bastante sencilla, que solo sirven para justificar la comicidad de las situaciones.

Pero también es cierto que cabe hacerlos llegar a esas situaciones con otra actitud, con otra mirada distinta, con otro bagaje más renovado, para que el espectador de hoy pueda percibir con mayor emoción la poesía que Mihura coloca en ellas; un delicado y escéptico canto de melancolía dedicado siempre a las oportunidades perdidas y al deseo, casi siempre desbaratado, de escapar libre de las rígidas coordenadas que impone la sociedad.

Lo mejor

Aunque no se consiga del todo, hay un intento de presentar formalmente a Mihura de otro modo.

Lo peor

La comicidad de las situaciones sigue siendo deudora de un paradigma ya un poco obsoleto.