Crítica

«Los bufos madrileños»: Género frívolo convertido en gran teatro

Dramaturgia y dirección: Rafa Castejón. Dirección musical: Antonio Comas. Intérpretes: Clara Altarriba, Chema del Barco, Rafa Castejón, Antonio Comas, Paco Déniz, Eva Diago, Natalia Hernández, Beatriz Miralles y David Soto Giganto. Teatro de la Comedia. Hasta el 14 de enero de 2024.

Una escena de "Los bufos madrileños"
Una escena de "Los bufos madrileños"Sergi Parra

Por fin la Compañía Nacional de Teatro Clásico pone su mirada en un periodo injusta y totalmente abandonado: el siglo XIX. Es cierto que el actual director, Lluís Homar, ya manifestó su voluntad de adentrarse en este periodo, y paliar así el abandono institucional que hay del mismo, cuando tomó posesión de su cargo, pero hasta la fecha el único fruto que hemos podido ver fue un discreto montaje que reunía, de acuerdo a un criterio bastante extraño, tres obras breves –“El disfraz”, “Las cartas” y “La suerte”- que no eran en verdad muy sustanciosas ni muy representativas de esa vasta época teatral.

“Los bufos madrileños” sí supone ya una apuesta seria -sin precedentes en la historia de la compañía si exceptuamos el “Don Juan Tenorio”, que sí se ha representado varias veces- por poner en valor un patrimonio teatral, el del XIX, que ha sido, como digo, históricamente menospreciado sin fundamento alguno. En el vasto campo de corrientes, géneros y estilos que abonó esa época, la institución ha decidido rendir homenaje al curioso fenómeno del teatro bufo o zarzuela bufa, que tuvo un arrollador éxito entre 1866 y 1880 aproximadamente, y a su principal impulsor, el empresario, actor y cantante Francisco Arderíus. El proyecto ha servido, además, para que el actor Rafa Castejón, gran conocedor de nuestro teatro musical y muy vinculado en los últimos años a la CNTC, dé el salto a la dirección escénica. Y la verdad es que no ha podido debutar de mejor manera, porque el montaje es formidable.

Tomando como eje la obra “Los órganos de Móstoles”, con libreto de Luis Mariano de Larra y partitura de José Rogel, Castejón ha ideado un espectáculo gamberro, sin más pretensiones que el puro disfrute del ingenio poético, cómico y musical de la pieza, a la que ha añadido un prólogo en el que se explica quién fue Arderíus y qué supuso este teatro ligero cuya fórmula él importó de Francia. Y es esta introducción la única pega que tiene la propuesta, si es que cabe poner alguna. Pero no es una pega digamos… ‘artística’, relacionada con cómo se plantea y se desarrolla esa parte de la obra, porque no hay ninguna objeción en este sentido; la pega estriba, más bien, en la propia razón de ser del prólogo y en su innecesario didacticismo. Y me explico: parece que, si no se hace un Lope o un Calderón, haya que justificar la propuesta de alguna manera con datos y explicaciones ajenos a la propia obra. Y no debería ser así: toda obra de arte ha de justificarse por sí misma, sin más, al margen de coyunturas y contextos históricos que solo importan desde el punto de vista académico, no artístico. Y “Los órganos de Móstoles”, tal y como fue concebida, y tal y como la ha sabido leer y escenificar hoy Rafa Castejón, tiene suficiente valor artístico para justificarse por sí misma, sin explicaciones de ningún tipo.

La obra cuenta la historia de un padre viudo que quiere quitarse de encima a sus tres hijas buscándoles pretendientes. El trivial argumento sirve, no obstante, para mostrar todo un abanico de caracteres y conductas, audaces y liberales en el caso de las mujeres y satirizados con agudeza en el caso de los hombres. La versificación de Luis Mariano de Larra parodiando a don Juan Tenorio –personaje icónico de un Romanticismo del que su padre había sido pilar fundamental-, y parodiando también ese otro tipo de galán escéptico, más abúlico que el romántico, que inundaría la literatura posterior –serviría de modelo a la estética modernista-, no tiene desperdicio; es sencillamente maravillosa. Y no menos maravillosa es la forma en que han encarnado a esos dos arquetípicos personajes, respectivamente, el propio Castejón y David Soto Giganto. Pero no son los únicos que destacan: todo el reparto, muy bien configurado, hace un trabajo estupendo, y nada fácil si tenemos en cuenta que esto es una zarzuela y todos tienen que actuar y cantar. En el plano dramático, brillan especialmente, junto a los ya mencionados, Natalia Hernández, cuya inmensurable comicidad te hace siempre reír incluso antes de que haga nada, simplemente viéndola entrar en escena; y Paco Déniz, muy diestro igualmente en ese terreno cómico y diría que más fantásticamente desatado que nunca.

Es necesario hablar del papel que ha desempeñado en el montaje Antonio Comas, que, además de cumplir muy bien con su cometido interpretativo, se ha ocupado de la dirección musical y la adaptación de una partitura que suena en escena, reducida a piano, tan fresca y expeditiva como si se hubiera compuesto ayer.

Todo, absolutamente todo, ha sido cuidado al detalle por Castejón, y está resuelto con exquisito criterio, lo cual sorprende mucho tratándose de una primera dirección. Desde luego, mucho habrá tenido que ver el equipo artístico del que se ha rodeado: su hermana Nuria Castejón ha hecho un trabajo de movimiento y coreografía que resulta simpatiquísimo y tiene una importancia fundamental; el vestuario de Gabriela Salaverri es francamente espectacular, en inmejorable consonancia con el tono de farsa de la obra y con la eficaz escenografía de Alessio Meloni; en cuanto a la iluminación de Juan Gómez-Cornejo, es como siempre impecable.