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Teatro

Crítica de 'La Patética': El arte como testamento vital ★★★★☆

Si bien Miguel Del Arco reconoce haberse inspirado en ‘Morir’, de Arthur Schnitzler, la obra tiene de principio a fin el sello distintivo de su autor

Israel Elejalde convertido en el director Pedro Berriel BSP

Autoría y dirección: Miguel del Arco. Reparto: Jimmy Castro, Inma Cuevas, Israel Elejalde, Jesús Noguero, Juan Paños, Manuel Pico y Francisco Reyes. Teatro Valle-Inclán, Madrid. Hasta el 22 de junio.

La concepción de la obra de arte como garante de la inmortalidad, la importancia que debemos dar o no a la posteridad, la hipocresía ideológica que rige muchas veces la vida del artista, la vulnerabilidad del creador ante la crítica y el papel que esta juega en el entramado cultural o la borrosa frontera que separa en ocasiones la ambición artística de la codicia más inmisericorde son algunos de los abundantes temas, junto a otros más generales -la muerte, el amor, las relaciones familiares...-, que toca el director y dramaturgo Miguel del Arco en su nuevo, divertido e inteligente trabajo, repleto de escenas dignas de aplauso por su calado conceptual, su imaginativo diseño y su resolución interpretativa.

Si bien Del Arco reconoce haberse inspirado en la novela ‘Morir’ de Arthur Schnitzler -la cual, ciertamente, aborda algunos de esos asuntos generales que he citado-, 'La Patética' tiene de principio a fin el sello distintivo de su autor, esto es, su eficaz mezcla de comicidad y dramatismo -perceptible esta vez ya en el propio título- a la hora de mirar, con voluntad crítica, la contradictoria, ridícula y conmovedora naturaleza humana.

Pedro Berriel (Israel Elejalde) es un director de orquesta obsesionado con Chaikovski que está trabajando en la grabación de su Sinfonía n.º 6, conocida como Sinfonía patética, casi a modo de testamento artístico, ya que, a sus 53 años, padece un cáncer en fase terminal. En sus últimos instantes de vida, emprenderá un viaje imaginario, en compañía nada menos que del espíritu de Chaikovski (Jesús Noguero), tratando de poner orden y dar sentido a su existencia antes de expirar. Conforme al carácter delirante de ese viaje, todo se desarrolla en un tempo agilísimo con incesantes cambios que complejizan mucho el espectáculo en su desarrollo escénico y lo convierten casi en una maquinaria de relojería. La estupenda iluminación de David Picazo y la no menos acertada escenografía de Paco Azorín -cuya ductilidad no es óbice para dar a cada situación un significado plástico concreto- ayudan sobremanera a que la acción se desarrolle con el ritmo, nada fácil de seguir por los intérpretes y los técnicos, que necesita, aunque es verdad que está un poquito más trabado en el último tercio de la representación. Pero, en lo que concierne al tono de la función, sería difícil alcanzar ese delicado equilibrio entre lo cómico y lo dramático si el director no contase con el reparto de lujo que tiene: junto a los mencionados y protagónicos Elejalde y Noguero, siempre sobresalientes, destacan entre los secundarios -todos muy bien elegidos de acuerdo a los personajes que han de interpretar- Francisco Reyes, Inma Cuevas y, muy especialmente, Juan Paños.

  • Lo mejor: La capacidad del director y los actores para mover al espectador de la lágrima a la carcajada en cuestión de segundos.
  • Lo peor: Aunque funciona bien desde el punto de vista comercial, la escena de los macarras de barrio está un poco esterotipada y dura más de lo debido.