
Crítica de teatro
"Dämon. El funeral de Bergman": Desfasado intento de provocación ★☆☆☆☆
El único "terror" que se advierte en la sala es el de saber que hay que permanecer allí sentado dos horas escuchando sus alaridos mientras se empeña en mostrar por enésima vez sus genitales

Texto, puesta en escena, escenografía y vestuario: Angélica Liddell. Reparto: Angélica Liddell, David Abad, Ahimsa, Yuri Ananiev, Guillaume Costanza, Electra Hallman, Elin Klinga... Teatros del Canal, Madrid. Hasta el 20 de septiembre.
Después de la polémica que ha generado su estreno en el Festival de Aviñón, con un crítico francés interponiendo una demanda a la autora por injurias, ha llegado a los Teatros del Canal «Dämon. El funeral de Bergman», el último trabajo de la inclasificable y aburridísima Angélica Liddell. La obra, rezaba la nota de prensa, «nos invita a contemplar las fantasías enterradas y terrores de las personas, enfrentadas al demonio, no de la muerte, sino de la vanidad». Pero, como ocurre tantas veces con el teatro de la Liddell, uno se pregunta desde su butaca, a medida que ve avanzar el espectáculo, si se ha equivocado de lugar o se ha equivocado de invitación, porque difícilmente encuentra en el escenario lo que le habían dicho que hallaría. Se supone que las mencionadas «fantasías y terrores» emergen como consecuencia de la indagación que la creadora propone en la figura del cineasta Ingmar Bergman: en su pensamiento en general y, en particular, en sus consideraciones sobre el arte y sobre cómo se relaciona este con la crítica, la política y la censura. Sin embargo, al margen de algún que otro plausible y contundente aforismo –en este terreno la autora sí suele mostrarse aguda, original, eficaz y verdaderamente incorrecta desde el punto de vista intelectual–, poco más hay reseñable en esta especie de vómito escénico que, más que a una obra de arte, recuerda al caprichoso berrinche de un insoportable adolescente mal criado.
La única «fantasía» que despierta el espectáculo es la de pensar lo distinta que sería la respuesta del público si su artífice fuese una absoluta desconocida sin el petulante reconocimiento del que goza la Liddell –aunque ella trate de aparentar lo contrario– en Francia y en España. Y el único «terror» que se advierte en la sala es el de saber que hay que permanecer allí sentado dos horas escuchando sus alaridos mientras se empeña en mostrar acá y acullá por enésima vez sus genitales. Esta vez incluso se los lava en un orinal para, a continuación, esparcir entre el público con un hisopo el agua del lavatorio. Y como esta mujer despierta entre sus fans una veneración similar a la de los líderes de las sectas con sus acólitos… pues muchos reciben en gozoso éxtasis las adoradas aguas vaginales, aceptando una suerte de privilegiada bendición. Yo creo, honestamente, que deberíamos hacérnoslo mirar todos un poco.
Lo mejor: Hay reflexiones y asertos, aunque muy esporádicos, que son verdaderamente potentes y, en puridad, contestatarios.
Lo peor: La falta de conexión entre la simbología que maneja la autora y la que puede manejar el público hace que la función sea a ratos soporífera.
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