Crítica de teatro

"La lucha por la vida": Baroja y la epopeya de los desclasados ★★★☆☆

La pieza sigue la vida de Manuel Alcázar, un niño sin recursos que llega a Madrid a finales del siglo XIX, procedente de un pueblo de Soria

"La lucha por la vida" estará en el Teatro Español hasta el 14 de abril
"La lucha por la vida" estará en el Teatro Español hasta el 14 de abrilE. Moreno Esquibel

Autor: Pío Baroja (versión de José Ramón Fernández). Director: Ramón Barea. Intérpretes: Ramón Barea, Aitor Fernandino, Olatz Ganboa, Ione Irazabal, Itziar Lazkano, Sandra Ortueta, Alfonso Torregrosa, Leire Ormazabal, Diego Pérez y Arnatz Puertas. Teatro Español, Madrid. Hasta el 14 de abril.

Al dramaturgo José Ramón Fernández le van los retos difíciles en su faceta de adaptador, quizá porque sabe salir más que airoso de ellos. Así ocurrió con su aproximación al monumental ciclo narrativo El laberinto mágico, de Max Aub, y así ha vuelto a suceder ahora con la versión que ha hecho para para el montaje que dirige Ramón Barea de La lucha por la vida, la conocida trilogía de novelas que Pío Baroja empezó a publicar por entregas en la prensa en 1903.

La busca, Mala hierba y Aurora roja son los títulos que conforman este grupo de novelas de iniciación o aprendizaje en las que se cuenta la vida y vicisitudes de Manuel Alcázar, un niño sin recursos que llega a Madrid a finales del siglo XIX, procedente de un pueblo de Soria, para ayudar a su madre sirviendo en una casa de huéspedes. Cuando la madre muera, Manuel tendrá que sobrevivir y hacerse adulto, a modo de pícaro de su tiempo, en los ambientes marginales de una ciudad marcada por las tensiones políticas, las desigualdades sociales y la decadencia moral.

La trilogía está condensada y depurada con una precisión matemática para que el relato discurra de acuerdo al trazado original de las novelas sin prescindir de casi nada, pero dejando de todo, lógicamente, solo lo esencial. Además, interpretado por Barea, el propio Baroja se incorpora como un personaje más –por si no fueran suficientes– que va introduciendo las situaciones como si las estuviese ideando en ese momento. Hay un perfecto equilibrio en la participación de todos esos innumerables personajes dentro de la acción principal, así como en la composición, la duración y el propio desarrollo de las escenas, para que, a pesar de haber un centenar de ellas, se sucedan con un ritmo y una fluidez poco habituales. Obviamente, ese mérito no es solo atribuible a Fernández por su trabajo con el texto, sino también a Barea, dado que es él, como director, quien tiene que resolver la exigencia planteada por el dramaturgo y quien consigue dar sobre las tablas ese vibrante sentido de la continuidad que hay en la propuesta. Y lo hace jugando de manera muy inteligente con el movimiento de los actores dentro del espacio, y variando de manera incesante, además, la entrada y salida de los personajes de acuerdo a la situación que están protagonizando y también de acuerdo a la que tendrán que protagonizar inmediatamente después. El resultado es una función de cerca de tres horas –incluido el descanso– que mantiene sobre el escenario, contra todo pronóstico, el vigor épico tan característico de Baroja, que es precisamente lo que lo convierte, aún hoy, en un autor muy accesible y entretenido para todo tipo de lectores.

Es verdad que cualquier opción que se tome en la adaptación de un material tan ingente como este conlleva un sacrificio, y aquí también existe: se conservan intactas, como decía, la esencia, la riqueza de peripecias y el dinamismo de la historia; pero eso es incompatible, salvo que la función durase otras tres horas más, con un trabajo más profundo en el estudio psicológico de los personajes y en su composición por parte de los actores. En este sentido, las interpretaciones están muy bien en su dimensión coral, pero son poco exhaustivas y lucidas –porque la propuesta no lo permite– en el tratamiento individual de los distintos caracteres.

Lo que sí podría ser corregible es la forma de presentar el desenlace, que sobreviene de manera abrupta como consecuencia de lo resumidos que están –en consonancia, eso sí, con el resto de la obra– los acontecimientos inmediatamente anteriores y las reflexiones que en ellos se vierten. Tal vez hubiese resultado más esclarecedor que fuese el propio Baroja, ya que ha estado participando como narrador de toda la historia, quien retomase la palabra y, a modo de epílogo, expresase de alguna manera aquellas ideas tan emotivas, tan críticas y tan trágicas que rondan la cabeza de Manuel Alcázar al contemplar, poco antes del final, el cadáver de su hermano, que se ha ido al otro mundo, dice, “con un hermoso sueño, con una bella ilusión”: “Ni los miserables se levantarán, ni resplandecerá un día nuevo, sino que persistirá la iniquidad en todas partes...”.

  • Lo mejor: La capacidad del adaptador y del director para trasladar con fidelidad, claridad, eficacia y sentido del ritmo el inabarcable material original.
  • Lo peor: El desenlace podría haberse recreado de otra forma para que no se percibiese desde el patio de butacas tan precipitado.