Mario Gas llegó, vio y venció
Con las dagas aún ensangrentadas y un cuerpo atravesado treinta y tres veces a los pies del Senado de Roma, William Shakespeare puso en boca de un conspirador el más memorable monólogo justificatorio de un crimen de Estado: «Si hay en esta asamblea algún querido amigo de César, a él le digo que el amor de Bruto por César no era menor que el suyo. Si ese amigo pregunta entonces por qué Bruto se alzó contra César, ésta es mi respuesta: no fue porque amara menos a César sino porque amaba más a Roma». Un argumento que parece incontestable para apaciguar al pueblo. Pero atención: toma la palabra Marco Antonio. Y ya saben, «Bruto y Casio son hombres honorables», etcétera: otra lección de retórica, ésta del «inofensivo» vividor, posterior miembro del triunvirato formado con Lépido y Octavio en la guerra civil que asoló Roma. Y futuro amante de Cleopatra. Pero eso es otra historia y otra tragedia de Shakespeare.
El intrigante Casio
La que nos ocupa, claro, se titula «Julio César», y es un clásico, escrito en 1598 o 1599, que arroja una pregunta sin respuesta clara: ¿es lícito el asesinato de un gran hombre si representa un peligro potencial para el Estado? Una nueva producción del texto levanta el telón esta semana, con otro «triunvirato» de tronío sobre el escenario: Mario Gas, coronado emperador de los Max con sus seis premios a «Follies», como Julio César, Tristán Ulloa como Bruto y el «shakesperiano» Sergio Peris-Mencheta («La tempestad» que dirige sigue con éxito en Madrid) como Marco Antonio. Un cuarteto, en realidad, si se cuenta a José Luis Alcobendas como un intrigante y sutil Casio, instigador del magnicidio y el otro gran personaje de la tragedia. El escenógrafo Paco Azorín es además el director de escena en esta producción, una vieja aspiración –ya lo quiso montar en 2004– que, si funciona, podría tener continuación en un segundo montaje... «Marco Antonio y Cleopatra», claro. Este «Julio César» es una apuesta sobria, con estética anacrónica que mezcla togas con uniformes de resonancias fascistas, abundantes proyecciones. «Tenía claro que no quería hacer una obra escenográfica ni visual –explica el director–; debía ser un montaje con pocos actores». Serán ocho: junto a los protagonistas, Agus Ruiz, Carlos Martos, Pau Cólera y Pedro Chamizo. El elemento escenográfico dominante es un enorme obelisco. Preside un espacio casi vacío que va siendo poco a poco conquistado por el desorden: «El caos siempre es una bisagra hacia otra cosa», reflexiona Azorín, que recuerda que «a Julio César muchos se lo querían quitar de en medio por diversos motivos. Por Plutarco sabemos que lo que no querían era perder poder». Y explica: «Con la muerte de Julio César comienza una nueva era, con una guerra civil, pero también con luchas dentro de cada bando, una entre Bruto y Casio y otra entre Marco Antonio y Bruto».
La guerra conforma los actos IV y V de la obra, que comúnmente se aceptan como «menores», y que aquí han sido reducidos para dejar el montaje en hora y media de duración. «Julio César» se estrena el jueves 23 y viernes 24 en el Teatro Circo de Murcia, que coproduce el montaje, y pasará después por el Festival Shakespeare de Barcelona (11 y 12 de junio), por Olmedo Clásico (19 de julio), y por el de Mérida (24 y 25 del mismo mes) y ya hay negociaciones con espacios públicos y privados para buscar hueco en Madrid.
En la figura de Julio César chocan el salvador de la República y el peligroso general que cruzó el Rubicón y amenazó con convertir Roma en su imperio particular. Por lo primero fue grande. Por lo segundo le dieron muerte en los idus –el día 15– de marzo del 44 a.C. Shakespeare hizo de todo ello una poderosa tragedia política. «Ésa es la grandeza del teatro: plantear conflictos no unilaterales, sino poliédricos –explica Mario Gas–. Es curioso, porque hay cosas que Shakespeare desliza con sabiduría o que son leídas desde el momento actual. Por ejemplo, el peligro que supone que alguien que es amado se incline hacia la tiranía; o que sea asesinado por una serie de personas, entre ellas un hombre que, pese a sus fantasmas, cree en la "res publica", por encima de su amor personal, y que, sin embargo, sea el personaje eliminado. Al final, ese acto para restablecer algo más democrático no sólo no triunfa sino que acabará abocado a la peor etapa de Roma, que es el Imperio. Eso hace reflexionar». Y añade Azorín: «No hemos tomado partido voluntariamente. El público debe llevarse los deberes a casa. Entre otras cosas porque no es fácil responder si fue un magnicidio o un tiranicidio. Me gusta que el público se identifique con Bruto y, al monólogo siguiente, con Marco Antonio. Más aún: nos tiene que llevar a una reflexión: ¿hay un pequeño Julio César en nosotros mismos?». En lo único que todos están de acuerdo es en los errores de Bruto: «De hecho, a esta obra la llaman la tragedia de los errores. Los de Bruto: se equivoca no matando a Marco Antonio cuando Casio se lo propone varias veces; también por supuesto dejándole hablar en segundo lugar; y atacando primero en la batalla de Filipos. Bruto realmente es el primer intelectual, un personaje prehamletiano que tiene la duda: matar o no matar a César, ésa es la cuestión. Es una rata de biblioteca y las cosas mundanas y militares le quedan fuera de sí».
Y ellos, ¿qué habrían hecho? «No soy un hombre de armas, por lo tanto veo difícil levantar el puñal contra nadie», matiza Mario Gas –es un alivio saberlo–. «Si el arma fuera dialéctica, y desde mi responsabilidad como ciudadano, imagino que habría que actuar contra esas personas populistas que hacen cosas para que se las ame pero que en el fondo ocultan una absorción de poder». Le instamos a que dé ejemplos: «Hay muchos, cualquier régimen populista que luego fastidia al ciudadano. Es obvio, casi da pudor decirlo. Está cerca, nos quema por todos lados, pero no sólo aquí: está en Europa, en Suramérica, en el Tercer Mundo... El ser humano tiene una tendencia al totalitarismo que se combate con otra: la solidaridad».