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«Yo, Feuerbach»: El delicioso veneno de las tablas

Autor: Tankred Dorst. Dirección: Antonio Simón. Intérpretes: Pedro Casablanc y Samuel Viyuela. Teatro de la Abadía. Madrid. Hasta el domingo.
larazon

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Últimamente, a Pedro Casablanc los productores le dan siempre los más duros huesos teatrales –también los más sabrosos a veces– que un actor pueda roer. Y, a tenor de lo maravillosamente bien que los digiere, no me extrañará que se le sigan dando muchos más. Le pasó con los complicados monólogos «José K. torturado» y «Hacia la alegría», y ahora le vuelve a ocurrir con esta estupenda y disparatada obra del prestigioso autor alemán Tankred Dorst. Aunque «Yo, Feuerbach» es una obra de dos actores, no cabe duda de que todo el peso de la función recae en las prodigiosas piruetas interpretativas que Casablanc se ve obligado a hacer sin tregua desde el primer minuto hasta el último. El argumento gira en torno a un actor en horas bajas llamado Feuerbach, al que da vida Casablanc, que se presenta a una prueba para obtener un papel en una obra; para su sorpresa, no lo recibirá el director, sino su joven ayudante –al que da vida un Samuel Viyuela que va aquilatando su talento con paso firme a medida que cumple años–. La relación que se establece entre ambos personajes, mientras esperan la llegada del director, marca el desarrollo de una pieza hilarante que mira con melancolía el complicado oficio del actor y que, al mismo tiempo, se erige en colosal y sentido homenaje al mundo de la actuación. Casablanc compone a un Feuerbach complejo; exagerado y ridículo, pero no estúpido; molesto muchas veces y tierno otras tantas; pero siempre interesante, incluso conmovedor. Y lo hace sobre el escenario con el admirable dinamismo que el director Antonio Simón ha sabido imprimir a la función para que el disparate emocional estalle ante los ojos del espectador como una piñata llena de dulces y de nostalgia. Hay que quitarse el sombrero ante el director y el adaptador –el exitoso Jordi Casanovas– por la manera en que toda la acción va evolucionando hacia un caos escénico que al público, complacido, se le antoja real. Todo sucede al ritmo de la comedia más gamberra, que es el ritmo propio de la locura, pero también el de los sueños; los sueños en los que se sustenta el texto tras una lectura más profunda; los sueños que Feuerbach, en su inexplicable monólogo de los pájaros, logra despertar en el personaje del ayudante mediante, precisamente, la magia del teatro y el poder de la interpretación.