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El último canto humanista del maestro Miyazaki

La leyenda de la animación, galardonado con el Premio Donostia, inaugura el festival con la bella «El chico y la garza»
Un fotograma de "El chico y la garza"
Un fotograma de "El chico y la garza"Imdb
  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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El fuego ensordece los recuerdos de un niño de doce años que acaba de perder a su madre en un incendio mientras las lágrimas recorren su rostro replegándose en la cama de su nuevo hogar. Hay en la cadencia contemplativa de sus espacios preciosistas y pictóricos, en la composición bellísima de escenarios llenos de furia y ternura narrativa alejados del descaro y en el manierismo con el que dibuja cada cuadro, el retrato de un mundo al que ya no pertenece pero también la esperanza de uno posible en el que sí le gustaría quedarse.
El fundador de ese refugio de sueños animados y posibles que es Studio Ghibli, Hayao Miyazaki, lleva demasiados años conmoviendo con su destreza del enriquecimiento visual y también con la composición sensible de personajes. Es por eso que su último trabajo, «El chico y la garza» con el que el Festival de San Sebastián inauguraba ayer su 71ª edición y del que apenas se conocían detalles antes de su proyección, maneja estructura de gran obra de despedida, de manifiesto esperanzador contra los límites de la malicia.
Un fotograma de "El chico y la garza"
Un fotograma de "El chico y la garza"Imdb
Considerado uno de los mejores directores de animación del mundo, este realizador japonés que anoche recibió a sus 82 años el Premio Donostia como reconocimiento a toda una carrera plagada de contribuciones desinteresadas al embellecimiento de las cosas, propone en su nuevo trabajo una aventura transversal y totémica protagonizada por el joven Mahito, un niño que añora a su madre, que tiene que afrontar su proceso transicional de madurez sin experimentar lo que significa tenerla con él y que se aventura en un mundo compartido por los vivos y los muertos trasladándose al campo con su padre Shoichi –que vuelve a casarse para disgusto inicial del joven con la hermana menor de su difunta esposa– para instalarse en una frondosa finca rural donde su Tío Abuelo, el antepasado más antiguo de su familia –de quien se dice, en un guiño notablemente crítico al nefasto ensalzamiento contemporáneo de la ignorancia, que se volvió mentalmente inestable por leer demasiados libros–, edificó una torre mágica construida a base de piedras elegidas y acabó desvaneciéndose en el aire.
La inesperada aparición de una garza que promete al joven un reencuentro con su madre, detona el motor de esta fantasía semiautobiográfica sobre la vida, la muerte y la creación. No cuesta encontrar entre la dimensión de esos espacios abiertos y geométricos que parecen sacados de pinturas metafísicas italianas o entre esa profusión de animales coloridos e histriónicos que se mueven en el plano con el nervio de un torrente todos los recursos clásicos de su obra: incluyendo mensajes antibélicos y ecologistas o aborda temas complejos como las contradicciones del ser humano y la naturaleza, el progreso, el individualismo y la responsabilidad social. Qué ganas dieron en esta primera jornada del festival de creer, pese a todo y pese a todos, en la posibilidad de un mundo mejor.