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Viaje de ida al abismo de lo hortera

No es el mejor momento para meterse con Céline Dion, que acaba de perder a su marido y a su hermano, pero aparece en castellano «Música de mierda» (Blackie Books), un libro con la artista en el punto de mira, que empieza preguntándose por qué la gente tiene tan mal gusto y se convierte en un interrogatorio sobre el esnobismo

Céline Dion ha vendido más de 200 millones de discos
Céline Dion ha vendido más de 200 millones de discoslarazon

No es el mejor momento para meterse con Céline Dion, que acaba de perder a su marido y a su hermano, pero aparece en castellano «Música de mierda» (Blackie Books), un libro con la artista en el punto de mira

En el país del buen gusto gobierna una dictadura. En esta nación no hay lugar para componendas ni tripartitos: porque no existe nada más contrario al juicio de la crítica que la democracia. Un día, Carl Wilson, periodista musical canadiense, tomó una decisión impulsiva. El autor, que toda su vida ha detestado la música de Céline Dion, siente el pinchazo de la misma conciencia crítica que aplica a los discos de terceros. ¿No se habrá convertido él mismo en un esnob? ¿Pueden 27 millones de personas que han comprado sus discos hacerlo sin razones? Para contestar a estas preguntas, decidió embarcarse (nunca mejor dicho para hablar de la cantante de la banda sonora del «Titanic») en una expedición que le llevará a meses de inmersión en el mundo y la obra de la artista. Avisamos: estamos a punto de comenzar un ejercicio de periodismo gonzo por los confines del gusto y puede que nunca regresemos. Porque, si como Wilson se propone, le abrimos las puertas del templo de la estética a Céline Dion, esa decisión podría tener consecuencias desastrosas. ¿Acaso abrir la mente o rebajar las exigencias de lo «aceptable» no será lo mismo que dinamitar el buen gusto? «Este libro es un experimento, un intento de abandonar deliberadamente una estética personal», escribe el autor. El diario de abordo de este gran trasantlántico herido («Música de mierda», Blackie Books) aparece ahora publicado en España y correremos el riesgo de chocar con el iceberg del relativismo.

El rock & roll es, de las artes populares, la que más se ha convertido en un catecismo. Con sus artistas canónicos y cultos, y millares de libros y mitos de sus razones. Ni uno de ellos trata de Céline Dion, claro, que es el anticristo de la crítica contemporánea. Por muchas razones: el faraónico marketing que lanzó su carrera, la grandilocuencia de su voz, la ausencia de crítica social y contexto de sus álbumes, o por hacer de un casino de Las Vegas su residencia artística y de Eurovisión su plataforma. Así, hasta el infinito. Sin embargo, sigamos hacia las profundidades. El caso de estudio será «Let’s Talk About Love» (1997), el disco en el que se incluyó aquella balada épica de «Titanic» que escuchó la humanidad entera incluida Corea del Norte. No fue el más vendido pero fue un disco enorme que se publicó en el momento cumbre de la fama de Dion y de la hostilidad del autor hacia su compatriota. Además, como dice Wilson, «¿existe un título mejor que “hablemos de amor” para un estudio sobre las antipatías y pasiones culturales?».

En cuestiones de gustos el paradigma, como es natural, va mudando. Gravita en torno a las decisiones de los críticos que, por lo general están muy alejados de las preferencias del público, y además revisan el pasado. «Pero en los últimos tiempos parece que el listón hubiera saltado por los aires. La consigna es que todo es aceptable, que no hay nada escrito», dice Wilson. Y sin embargo sigue habiendo polémicas. Algunas preguntas están de actualidad: ¿Quién está en condiciones de juzgar el significado de un concierto de Los Chichos en el Primavera Sound? ¿Hacer una versión de José Luis Perales –como ha hecho el grupo Elefantes– es una jugada para ser «cool» o la obra del cantante tiene vigencia? ¿Es esnob el antiesnobismo? Estas cuestiones han generado debate sobre «Indies, Hipsters y Gafapastas» (Víctor Lenore, 2014) y ensayos en EE UU como «La conquista de lo cool» (Thomas Frank, 2011) muy críticas con las corrientes elitistas. ¿Entonces, qué pasa con Céline Dion? Esto hay que analizarlo despacio.

Hablemos de Céline. Dion es la menor de 14 hermanos de una pareja humilde, católica y francófona de Montreal. Tenía 22 años menos que su hermana mayor y compartía cama con varias de ellas. Todos en la familia tocaban un instrumento pero a la pequeña no le hacía falta: su voz iba a conquistar el mundo. Wilson la describe sin piedad: «Dion era una buena chica canadiense más, incapaz de generar siquiera un simple escándalo personal decente, más allá de su repulsivo matrimonio con el hombre que había sido su mánager desde los 12 años, un tipo manipulador que le doblaba la edad». Ganó un concurso de talentos en televisión y tras el triunfo local, comenzó la estrategia del disco en cuestión: «Ella y sus productores han destilado elixires emocionales concentradísimos que van de la ópera a la canción de salón y el rock de estadios, y los han combinado para obtener la receta de la hipersensiblería, un género frankesteiniano de alta intensidad sentimental», explica el periodista sin mucha empatía. Hablemos de su voz: «Su forma de cantar equivale a una niña de dos años que cree que el universo gira a su alrededor y grita ‘‘¡Mírame!, ¡mírame!’’ con un volumen creciente que equivale a un berrinche». También compara su timbre y tono con «un producto de lujo, una mansión exagerada, una nueva rica. Es como música metal hasta arriba de estrógenos», añade. De acuerdo, todo lo anterior es cierto desde algún punto de vista, pero algún valor debe de albergar el disco. Por eso, Wilson entra a fondo en el asunto de las emociones y la conciencia extendida entre los críticos: «Ser sentimental equivale a ser kitsch, falso, exagerado, manipulador, indulgente con uno mismo, hipócrita, hortera y falto de originalidad; es el arte de los pringados religiosos, los apologetas del conservadurismo y los siervos de las grandes empresas».

- Tullidos emocionales

A Dion se le culpa de ser una ñoña y ensalzar los valores positivos en lugar de hablar de rebeldía, «cuando la subversión es precisamente el concepto que utilizan las grandes corporaciones para vender sus productos». «Se critica a la canadiense por poco original mientras cada año se ensalza a grupos de rock que devuelven al género a sus raíces. Se le culpa de difundir los valores que dan lugar a la democracia y a nuestra sociedad. ¿Quién es aquí el tullido emocional? ¿Acaso ser sofisticado significa reprimirse?», se pregunta.

En su periplo periodístico, el autor se cita con fans irredentos de la artista canadiense. El viaje se convierte en físico y el periodista sale convencido de la coherencia de los gustos de los «dioners». «Vivimos en una sociedad que no respeta las respuestas emocionales y creo que deberíamos tener más respeto por el candor de la gente», dice una de ellas. Pero el viaje no está completo sin una experiencia vital final, la prueba de fuego, asistir a un concierto en la capital del trampantojo: Las Vegas. Llega la confesión, la catarsis: «Las canciones de amor empezaron a hurgar en la herida de mi reciente separación matrimonial e incluso me arrancaron algunas lágrimas. Y, durante unos minutos, lo entendí». El enorme vacío de su música se convirtió en el recipiente donde mucha gente logra encarnarse. «Dion es esa mártir convertida en madre de todo el mundo que sufre por nosotros. Claro que, a continuación, hace algo imperdonable como un dueto con una proyección grotesca de la cabeza de Frank Sinatra».

En el alegato final quedan reflexiones interesantes: «Estamos rodeados de estetas cohibidos que tienen un problema con los sentimientos», dice. «Pienso que, los que no somos religiosos, hemos decidido buscar la experiencia trascendental en el arte y reaccionamos ante lo que nuestro instinto nos dice que es malo como si de una blasfemia se tratara». E incluso se pone algo más duro: «Estamos ante un puñado de críticos que no pasan de sofistas que socavan la legitimidad de las emociones. Si dejaran de burlarse de sus víctimas, verían algo de lo que existe en ellos mismos. Pero lo que revelan las burlas es un terror emocional a la democracia». Una vez leído el libro no es fácil creerse todos estos argumentos mientras se escucha de corrido y a todo volumen el disco de marras. Te invade la sensación de que estamos todos juntos en el mismo barco y que, entre lo que opina la mayoría y lo que dice el capitán, no estamos entendiendo nada.

Pierre Bordieu y la teoría del placer culpable

El volumen de Wilson, que tiene prólogo de Nick Hornby («Alta fidelidad», «Juliet, desnuda»), no es un panfletillo autorreferencial. ¿Se puede juzgar con objetividad a Céline o la belleza está sólo en el ojo del espectador? Wilson se adentra en teorías de la estética, con citas de David Hume, Kant, Kundera y Pierre Bordieu, entre otros, que debaten sobre los orígenes del buen gusto. Según Bordieu, el gusto «determina nuestras oportunidades sexuales, de ascenso laboral y de respeto profesional. Incluso de ellos puede depender que ascendamos en la escala social». El autor coincide bastante con esta opinión, ya que, para el periodista, odiar a Céline no es tanto una elección estética cuanto ética, es decir, una forma de que, quien expresa su rechazo, se sitúe por encima de los seguidores de la canadiense que «son amas de casa, quinceañeras, paletos o gays». Ser «cool» puede permitirnos coger un tren que se nos escapa y no serlo equivale a perderlo para siempre. «Esto permite explicarse por qué hay tantos artistas, periodistas y académicos que se ven a sí mismos como personas subversivas y contrarias al ‘‘establishment” y en cambio la mayor parte del público les considera unos elitistas engreídos». Touché.

«Música de mierda»

Carl Wilson

Blackie books

216 páginas,

18,90 euros