Festival de Venecia

"Yo acuso": el manifiesto de Polanski contra la caza de brujas

El director se apoya en la aplaudida «J'accuse» en el controvertido caso Dreyfuss de finales del XIX para expresar cómo vive la persecución judicial y mediática por acusaciones de violación desde los años 70.

Un fotograma de la película «J'accuse», de Roman Polasnki, presentada ayer en la Mostra de Venecia
Un fotograma de la película «J'accuse», de Roman Polasnki, presentada ayer en la Mostra de Venecialarazon

El director se apoya en la aplaudida «J'accuse» en el controvertido caso Dreyfuss de finales del XIX para expresar cómo vive la persecución judicial y mediática por acusaciones de violación desde los años 70.

Grandes aplausos cerraron las proyecciones para la prensa de «J'accuse. El oficial y el espía». Al menos fuera de la gala, el efecto Martel no surtió efecto. Vista la película, la primera que Polanski realiza en la era #MeToo, ella misma se basta y sobra para explicar qué siente el cineasta polaco ante esta nueva oleada de juicios sumarios, ahora mayormente viralizados en redes sociales, contra su condición de prófugo de la justicia. En las notas de producción del filme, el más caro del cine francés del 2019, Polanski no duda ni un segundo en comparar el célebre caso Dreyfuss con el suyo. En una obra en la que el encierro, la conspiración, la persecución y la desconfianza hacia el género humano han sido principal moneda de cambio, no sorprende este nuevo giro autobiográfico, en el que Polanski se identifica explícitamente con Alfred Dreyfuss, que fue acusado de traición a la patria y condenado por la cúpula militar francesa a una vida de total aislamiento en la Isla del Diablo en 1894. Doce años después, gracias a la investigación del coronel Picquard y el texto incendiario de Émile Zola, del que la película toma prestado su título original, «J’accuse», se le declaró inocente.

Quedémonos con la primera persona del singular de ese título. ¿A quién acusa Polanski? Aunque, por razones obvias, no pudo asistir a la rueda de prensa ha puesto por escrito su lista de agravios. No es tan frívolo como para decir que «Alfred Dreyfuss, c’est moi», pero percibe en el via crucis del personaje algo que ha sufrido en sus propias carnes desde el asesinato de su esposa, Sharon Tate. El linchamiento mediático al que fue sometido antes de que fuera detenida la familia Manson, culpándole sin pruebas, solo fue el principio de una persecución que se prolonga hasta nuestros días, cuando, incluso siendo perdonado por la menor de trece años de la que abusó, sigue recibiendo denuncias de mujeres que lo acusan de delitos parecidos y que él afirma no conocer. Después de que la presidenta del jurado, Lucrecia Martel, dijera que no asistiría a la proyección de gala de la película para no sentirse obligada a aplaudirle, la rueda de prensa de ayer prometía fuego cruzado, pero la sangre no llegó al río. Uno de los productores, Luca Barbareschi, que habían amenazado con retirar el filme de la sección oficial por las declaraciones de Martel, sentenció: «El pasado es el pasado, el jurado juzga y el público, si le apetece, aplaude».

El sentido del deber

Es obvio que Polanski está con Dreyfuss (Louis Garrel), aunque el acusado es apenas una sombra en el relato. El auténtico héroe es Marie Georges Picquart (Jean Dujardin), tan antisemita como sus colegas pero con un sentido del deber, del trabajo bien hecho, tan noble que no puede admitir la posibilidad de semejante injusticia. Así las cosas, Polanski también asume el papel de investigador riguroso y se ciñe a los hechos, a las pruebas irrefutables que demuestran la inocencia de Dreyfuss. Admira el empecinamiento de este funcionario militar que, desde la objetividad de los documentos, se enfrenta a una de esas típicas conspiraciones polanskianas, esta vez encarnada en una institución que quiere ocultar sus errores aunque sea a costa de sacrificar el honor de un falso culpable.

No podía ser casualidad que los programadores de la Mostra hubieran decidido acompañar la proyección de «El oficial y la espía» con la de «Seberg», fuera de concurso. En cierto modo, el «biopic» de Benedict Andrews, que se centra en el acoso y derribo del FBI a la protagonista de «Al final de la escapada» en la época en que se convierte en amante del activista por los derechos civiles Hakim Jamal y en mecenas de los Panteras Negras, habla de lo mismo que el filme de Polanski: del terrorismo de Estado, de la persecución compulsiva de una institución gubernamental hacia la libertad del individuo, de lo fácil que es destrozarle la vida a una persona haciéndola culpable a ojos del público.

En la película de Andrews, poco sabemos de Seberg antes de su viaje a Los Angeles para las primeras audiciones de «La leyenda de la ciudad sin nombre». Sabemos que Otto Preminger, que la descubrió, prácticamente la quema en la hoguera de «Juana de Arco»; que ha pasado por un divorcio; que está casada con el escritor Romain Gary y tiene un hijo; y que es una actriz imprevisible, comprometida con las causas revolucionarias. No conocemos realmente a Jean Seberg, tal vez porque a quien vemos es a Kristen Stewart. Es una buena elección de casting, porque tiende a contemporaneizar sus personajes, a hacer que sus gestos, tan característicos, los colonicen, pero aún nos cuesta imaginar quién fue Jean Seberg.

Es interesante, sin embargo, ver cómo la América convulsa de finales de los 60 es comparable a la actual, y qué puede aportar una estrella de cine a un debate ideológico que necesita contrapesos desde cierta visibilidad mediática. «Aunque ahora estemos viviendo un clima de polarización política –explicaba Stewart en rueda de prensa– no me cuesta expresar mis opiniones en ese sentido. Con el tiempo, he aprendido a comunicarme. Al principio de mi carrera estaba obsesionada con protegerme, pero ahora es bastante fácil saber qué pienso en ese sentido. Eso sí, no necesito apoyarme en las redes sociales».