Zeffirelli: Esta ópera es una ruina
«Antonio y Cleopatra», de Simon Barber, inauguró el nuevo Met de Nueva York en 1966. El estreno, que iba a ser un gran acontecimiento, resultó un fiasco en parte debido a la megalomanía del regista italiano, que puso en peligro su carrera
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«Antonio y Cleopatra», de Simon Barber, inauguró el nuevo Met de Nueva York en 1966. El estreno, que iba a ser un gran acontecimiento, resultó un fiasco en parte debido a la megalomanía del regista italiano, que puso en peligro su carrera.
Corría el año 1966 y la noticia había dado la vuelta no solo al planeta operístico sino al mediático, que en aquella época no tenía el calado actual. Sin embargo, la inauguración del nuevo y flamante edificio del Metropolitan se esperaba con impaciencia. La ópera era un proyecto mastodóntico que se había llevado por delante parte de uno de los barrios del East Side de Nueva York a golpe de barreno. Todo estaba preparado para levantar el telón el 16 de septiembre con un título no demasiado habitual, «Antonio y Cleopatra», obra de Samuel Barber. La dirección de escena tenía que estar a la altura y para ello fue encargada a Franco Zeffirelli, en aquella época en el apogeo de su carrera, un hombre poco amigo de las críticas, excesivamente controlador y cuyos roces con el autor del libreto no escondía ni disimulaba. Nada se movía en el mecanismo operístico de aquel estreno sin que él diera su visto bueno.
Sin embargo, la noche del estreno devino en una pesadilla para el regista, una tragedia que se podía haber llevado por delante su carrera y que durante un tiempo le dejó un agrio recuerdo, aunque quien se llevó la peor parte fue el compositor, que no volvió a sentarse frente a una partitura. Él y el director de escena italiano discutieron con frecuencia inusitada, pues el regista cambió tantas cosas de la puesta en escena que el autor apenas la reconocía. «¿Era esto lo que yo había escrito? No se parece en nada a aquello que concebí, a lo que deseaba que se hubiera visto encima del escenario», repetía casi entre sollozos, perplejo. Pero es que en 1966 el señor Zeffirelli era mucho Franco. Lo que se evidenció durante los ensayos fue un auténtico choque de trenes.
Un lugar «mágico»
Con la apertura se quiso romper moldes y qué mejor que otorgarle el papel femenino a una de las grandes voces de la época, la soprano negra Leontyne Price, afortunadamente viva y que a sus 90 años es capaz de recordar como si fuera ayer lo que sucedió esa tarde de septiembre. «Era un lugar mágico, maravilloso y majestuoso», asegura en el documental «The Opera House «que la directora Susan Froemke ha rodado sobre el Metropolitan y que se ha estrenado en Nueva York. Este documento excepcional que rescata aquel suceso y lo que supuso para la ciudad de Nueva York un templo lírico que se convirtió en uno de los coliseos más importantes del mundo. Cuando el entonces gerente de la casa le propuso inaugurar el Lincoln Center ella se quedó parada: «Me sorprendió, pero no pude resistirme a afrontar un reto de esas características, a convertirme en la mujer que cantase en el nuevo Met. Me sentía tan honrada», explica.
Desfilan durante su metraje, además de la lúcida cantante, un montón de testimonios de gente que ha tenido que ver con la puesta en marcha de la casa. Un papel importante se reserva a Robert Moses y al arquitecto Wallace Harrison. «It’s more than a building» («es más que un edificio»), se escucha decir a la soprano. Cuando el Met no era más que un proyecto que apuntaba maneras realizó una visita histórica que se recoge en el documental. Todas las medidas de seguridad fueron pocas y ella posó con un bello abrigo de leopardo y una sonrisa inmensa de dientes blancos. Y cantó con su casco. La imagen se ha rescatado y forma parte de esta lección de historia. La directora ha contado con el archivo histórico del Metorpolitan y ha accedido a documentos e información que se desconocían.
Un «sputnik» en el techo
Cincuenta y un años han pasado desde aquella noche del estreno en que el público abría los ojos de par en par al observar las lámparas con forma de Sputnik que colgaban del techo. El público, como narra el documental, de lo más variopinto (de Estée Lauder tocada con una corona de oro y diamantes propia de una reina a la primera dama, Lady Bird Johnson o el matrimonio Marcos, sin olvidar a Nelson Rockefeller, gobernador de la ciudad), no imaginaba que las lámparas se elevarían antes de comenzar la función. Fue el primer golpe de efecto. Habían sido un regalo al Lincoln Center del Gobierno de Austria. Al verlas por vez primera uno tenía la sensación de estar frente constelaciones de cristal con brillantes lunas y satélites rotando en todas direcciones. Si las arañas que fueron un símbolo del viejo edificio del Met en el lado oeste de Broadway, entre las calles 39 y 40, el nuevo no deseaba quedarse atrás, de ahí que el vestíbulo se convirtiera en una brillante ascua cuyo impacto visual era difícil de olvidar. Su diseño, como así lo explican el arquitecto Tad Leski y su hija, fue producto de un incidente, un percance con el que no contaban. Las prisas por entregar un boceto hicieron que al dibujar sobre el papel con un pincel la pintura se derramara y manchara el boceto de blanco. No había tiempo para repararlo y a Leski se le ocurrió trazar unas líneas que salían de aquellas manchas blancas tan desagradables. Rockefeller y Bing aguardaban el momento. No había tiempo: «La pintura se derramó a borbotones sobre la hoja y creó unas figuras curiosas, bellas, aunque estaban en mitad del boceto. Parecían manchas de fuego. Me apremiaban: “¿Qué podemos hacer ahora? Todos están esperando”. Pintar aquellos rayos fue lo único que se me ocurrió. Cuando lo vieron se quedaron sorprendidos. Querían algo así. Me preguntaron si era posible construir unas lámparas como aquellas. Les miré sorprendido y les dije que sí», explica en el documental. Nunca una mancha dio tan buen resultado. La siguiente cuestión es cómo dio su diseñador Hans Harald Ratha con aquella forma de chandelier. Cuenta una leyenda que ha pasado de generación en generación que no fue una genialidad del constructor. Apenas tenía tiempo para el diseño, así que decidió hacer caso al arquitecto cuando le entregó un libro sobre la teoría del Big Bang para que le sirviera de inspiración.
Price y Joe Sánchez fueron la pareja protagonista del estreno. En el ensayo general las cosas ya hacían presagiar que podía no salir del todo bien, aunque los responsables nunca pudieron imaginar que se torciera como lo hizo. Los nervios estaban a flor de piel. El regista daba órdenes y pedía la perfección a voces al tiempo que la nueva maquinaria se estropeaba. La soprano se quedó semiatrapada dentro de una pirámide y fue víctimas de tremendos sudores provocados por un vestuario absolutamente recargado en color oro y negro con el que apenas podía moverse. El pelucón que le hacía casi imposible movimiento alguno no contribuyó tampoco. Pero aún las cosas podían salir peor y algunos fragmentos del techo comenzaron a desprenderse en plena función mientras Price, siempre señora, los esquivaba con sus gráciles pasos sin inmutarse y como si formara aquello parte del montaje. El documental recoge los días previos a la inauguración con un joven Zeffirelli de 43 años enervado, dando órdenes, mientras sus asistentes, con gesto muy preocupado repiten en voz alta que es imposible llegar a tiempo, que se está forzando la maquinaria. Las ideas del escenógrafo eran llenar el escenario con cientos de personas. ¿Aguantaría el nuevo Met? Los rostros de preocupación lo dicen todo, mientras el italiano contiene el gesto y sigue adelante.
Críticas despiadadas
Las señales de iluminación no respondían y la orquesta amenazó incluso con declararse en huelga de instrumentos. No le quedó más remedio a Rudolf Bing, gerente del teatro y al que se dedica un amplio espacio en el filme, que anunciar un acuerdo in extremis antes de que acabara la representación. No parecía, sin embargo, que «Antonio y Cleopatra» hubiera sido un fracaso estrepitoso. Hubo aplausos, sí, aunque cierta timidez en la acogida. A pesar de todo, la pareja protagonista cantó en su línea y la orquesta sonó como debía. Quedaba el veredicto de la crítica, pues un acontecimiento de esa magnitud había congregado a los especialistas de medio planeta y fue... implacable. Barber quedó marcado y decidió no volver a componer. Zeffirelli apenas pudo mirar para otro lado tras el linchamiento de una puesta en escena que él resumía sí: «Una mezcla de elementos isabelinos, romanos, egipcios y modernos tocada con la exuberancia del barroco». ¿Lo imaginan? «El corpiño es isabelino, los adornos alrededor del cuello tiene un caracter más oriental, y el tocado está inspirado en el egipcio. Será una de las viudas más grandes que haya visto el mundo, una mantis religiosa gigante», explica el director italiano. Lo cierto es que aquella mezcla hizo que la bella soprano negra pasara un calor imposible de olvidar presa en aquella vestidura imposible. Tal fue el infausto recuerdo de aquella noche de septiembre que el Metropolitan sueña con quizá algún día poder volver a llevar la ópera a escena, aunque no será con la escenografía de Zeffirelli. Aquella pesadilla pasó. Ya es historia.