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Coronavirus

Coronavirus: un viaje en el AVE fantasma

Trenes desiertos en el primer día laborable del estado de alarma. Los pasajeros no tenían que justificar ante la Policía y los militares el motivo de su desplazamiento

Vagón del AVE desierto larazon

El tren Sevilla-Madrid de las 11:45 sale a su hora. Como siempre. La puntualidad es lo único que se mantiene dentro de la normalidad en la estación de Santa Justa. Las medidas por el coronavirus hacen que lo primero que se encuentra el viajero es un par de camiones cisterna de la Unidad Militar de Emergencias (UME). No hay ningún incendio, lo que hacen allí los soldados desplegados es desinfectar la estación, desde las vías a los trenes pasando por las barandillas en las que la gente apoya las manos mientras espera para tomar un taxi hacia el centro. Eso si hubiera gente, porque con el estado de alarma, son mayoría los agentes de Policía, los guardias de seguridad privada y el personal de Renfe, casi todos sin guantes ni mascarillas. En ningún momento preguntan a los usuarios el motivo de su viaje. No hay ninguna prohibición sobre el terreno, así que se puede coger un tren por simple capricho a día de hoy. Todas las tiendas y bares están cerrados, hay que olvidarse del café de la mañana o de comprar LA RAZÓN.

El AVE arranca con sus catorce vagones y una capacidad de 300 pasajeros reducida a 25 por las circunstancias. Había cien billetes vendidos, pero la gente ha ido dejando el viaje para otra ocasión. Sólo van los que no tienen otro remedio. Y lo hacen separados, porque espacio sobra. La cafetería del AVE tampoco funciona y sirve de improvisado lugar de reunión para los empleados de Renfe, que pasan el rato charlando, una vez que se han suspendido casi todos los servicios que ellos ofrecen. No hay reparto de prensa en la clase preferente, ni de auriculares o comida. Se suprimen todas las circunstancias en las que puede haber contacto humano.

Más de la mitad de vagones van vacíos y en otros viajan dos o tres personas a las que se invita a sentarse lo más alejadas posible. El miedo al virus se nota en la gente, que marca distancias tanto en la sala de espera de la estación como en el tren. Prefieren tener su espacio de seguridad y cuentan al teléfono cómo no han tenido que justificar ante ninguna autoridad que volvían a su lugar de residencia o tenían que trabajar para que les permitiesen subir a bordo.

Las obsesivas visitas al baño en busca de agua y jabón para las manos se multiplican durante el trayecto y a la llegada, la misma sensación de apocalipsis en Atocha. Muy poca gente, escaleras mecánicas vacías y otra vez los soldados de la UME, que también desinfectan en Madrid en busca de arrasar al maldito virus. Los taxistas se aburren y después de cuatro horas de espera consiguen un cliente que quiere llegar a casa lo antes posible. El tráfico es más escaso que en cualquier puente festivo o madrugada. El pago, con tarjeta para evitar el contacto con las monedas y los billetes, y la despedida, con un gesto, nada de apretón de manos. Eso ahora está prohibido.