Opinión

Queralt Castellet y Lucas Eguibar, dos campeones en busca de compañía

La plata de la rider de Sabadell es todo lo contrario a una medalla producto de la generación espontánea

La rider española Queralt Castellet celebra su plata olímpica en los Juegos de Pekín
La rider española Queralt Castellet celebra su plata olímpica en los Juegos de PekínRFEDIRFEDI

Recordarán los habituales lectores de estos textos, uno o ninguno, que el día de la inauguración de los Juegos de Pekín advertíamos sobre las opciones de medalla de la delegación española, escasas, pero firmes, y ambas se abatieron en las primeras horas del jueves. Mientras amanecía, Lucas Egibar perdía en un salto mal negociado sus opciones de pasar a la final del cross sobre tabla, prueba en la que obtuvo una meritoria séptima plaza. Unas horas antes, también en snowboard, aunque en la modalidad acrobática del halfpipe, Queralt Castellet había logrado la quinta presea, primera de plata, para España en casi un siglo de olimpismo invernal. (En 2024 se cumplirá el centenario de la edición inaugural en Chamonix.)

La tentación, entroncando directamente con el cincuentenario de la gesta de Paquito Fernández Ochoa en Sapporo, sería incluir este resultado en el catálogo de gestas marcianas del deporte español, sumar a Castellet al elenco de pioneros que se abren camino en una disciplina desconocida por estos pagos sin más ayuda que su talento, casi por arte de magia. Una historia preciosa… si aún fuera posible. Ya no. La plata de la rider sabadellense es todo lo contrario a una generación espontánea. A sus 32 años y en su quinta participación olímpica, esta medalla culmina la progresión de la adolescente que quedó vigésimo sexta en Turín 2006 (duodécima, undécima y séptima en los tres siguientes Juegos) y que por el camino se ha subido dieciséis veces a los podios de la Copa del Mundo.

Queralt Castellet es una deportista de élite por una sola razón: su empeño en serlo, gracias al impulso de quien fuera su entrenador y pareja hasta su fallecimiento en 2015, el neozelandés Ben Jolly, quien la convenció para entrenar en Suiza porque en España no hay ni una sola pista de halfpipe. Un decenio de desarraigo y sacrificio, convendrán, que desmiente las novelescas teorías del genio español que guerrea contra superpotencias armado con una espada de madera. El país del tiquitaca, de Nadal, Rahm y sus armadas o de los Gasol con su banda de amigos, por nombrar sólo a los más llamativos, debería haber aprendido que no es posible triunfar en el deporte sin inversión.

No ha sido una sorpresa la medalla de Castellet como no lo hubiese sido la de Egibar, pero será poco menos que milagroso que algún otro deportista español brille de aquí a la clausura de los Juegos… y ya casi vamos tarde para los que se celebrarán en Milán dentro de cuatro años. Su peripecia es comparable a la del patinador Javier Fernández, bronce en Pyeongchang tras una carrera fabulosa y cuya retirada ha mostrado de forma sangrante que no existía nada parecido a un relevo. Agarró la bandera, la plantó en cimas desconocidas y nadie lo siguió ni ninguna institución se tomó la molestia de que su ejemplo crease escuela. Los motivos por los que persiste esta actitud, felizmente desaparecida en muchas disciplinas estivales –en piragüismo o taekwondo, por ejemplo, España es una potencia; federaciones como judo o natación recogerán pronto el fruto de su trabajo–, en los deportes de invierno son un misterio.

Los equipos de fútbol y polo lograron en Amberes 1920 las dos primeras medallas, ambas de plata, para el olimpismo español. Hasta Múnich 1972 incluido, diez ediciones, las delegaciones nacionales sumaron seis podios más, hasta que la maldición binaria (0111101001 fue la serie del medallero patrio) se rompió para siempre en Montreal 76. Los dos bronces de hace cuatro años en Corea fueron un hito que no ha tenido continuidad porque el dúo Castellet-Egibar sólo ha triunfado al cincuenta por ciento. Pero presentarse en unos Juegos con sólo dos atletas en disposición de pelear por el podio es propio de… iba a poner de San Marino, pero es que los sanmarinenses se colgaron tres preseas en Tokio. En próximas ediciones, el panorama será más desolador a no ser que se le ponga remedio.