Sede polémica

Qatar, mucho más que fútbol

La autocracia qatarí mezcla el rechazo a la homosexualidad, la desigualdad de las mujeres y una influencia diplomática basada en su riqueza que desembocan en un Mundial único

Un niño camina en Doha frente a un cartel del Mundial de Qatar
Un niño camina en Doha frente a un cartel del Mundial de QatarMARTIN DIVISEKAgencia EFE

Con sus algo más de 11.000 kilómetros cuadrados –equivalente a la superficie de la Región de Murcia–, menos de tres millones de habitantes –el 85 por ciento de ellos inmigrantes– y por encima de los 51.000 euros de PIB per cápita –lo que lo sitúa en la décimo tercera posición mundial–, el poderoso y minúsculo emirato de Qatar ultima los preparativos para la celebración del más atípico Mundial de fútbol.

Pese a que las autoridades locales confiaban en situar la cuestión deportiva en el centro de la atención, la Copa del Mundo está ya irremisiblemente marcada por una polémica que arrancó con la propia designación hace doce años por parte de la FIFA. «El 2 de diciembre de 2010 significó un punto de inflexión en la breve historia de Qatar», escriben Ignacio Álvarez-Ossorio e Ignacio Gutiérrez de Terán en su reciente «Qatar. La perla del Golfo».

No es la primera vez, con todo, que un país de dudosas credenciales democráticas organiza un gran evento, desde los Juegos Olímpicos de la Alemania nazi hasta los celebrados en la China comunista pasando por la última Copa del Mundo celebrada en la Rusia de Putin. Como tampoco es la primera vez que Qatar alberga un gran evento deportivo: véanse el Mundial de atletismo, el GP de Fórmula Uno o el Mundial de balonmano. El propio FC Barcelona fue patrocinado por la Qatar Foundation. Pero tal vez nunca como en esta Copa del Mundo un país organizador ha recibido tal volumen de críticas. Al fin y al cabo, fútbol es fútbol, que ya dijo Boskov.

La erosión en la imagen del emirato que no lograron los supuestos vínculos con el crimen yihadista la está causando el deporte rey. «La concesión del Mundial se convirtió, además, en un arma de doble filo para los dirigentes qataríes, ya que puso todo el foco mediático sobre su creciente protagonismo internacional», apuntan en este sentido los coautores del citado ensayo.

No es ningún secreto que el emirato qatarí es un régimen autocrático. No hay partidos políticos ni sindicatos, y por tanto no hay elecciones democráticas. El poder absoluto, a pesar de la existencia de un Consejo Consultivo con aparentes atribuciones legislativas y ejecutivas, lo detenta el emir de Qatar: Tamim bin Hamad Al Thani (1980), formado en la Real Escuela Militar de Sandhurst, en el Reino Unido, y jefe del Estado desde 2013 tras la abdicación de su padre.

El secreto del éxito fulgurante de esta pequeña península del desierto es indudablemente la presencia en su subsuelo de las terceras reservas probadas de gas natural del mundo: Qatar lidera el sector del gas licuado, del que es primer exportador. Ingentes, en fin, recursos naturales inteligentemente gestionados durante las últimas décadas. En este sentido no debe resultar audaz y sorprendente la acusación de que las autoridades qataríes han venido ganándose voluntades dentro y fuera del cuerpo gobernante del balompié mundial durante años a base de petrodólares hasta lograr su objetivo.

Además del imponente skyline de Doha, su capital –donde vive más del 80 por ciento de la población y que en la década de los 50 era apenas una apacible ciudad de pescadores–, el mayor símbolo mundial del emirato es la cadena televisiva Al Jazeera –un conglomerado de canales y webs informativos en varios idiomas, principalmente en árabe e inglés–, controvertido protagonista del soft power qatarí desde hace más de un cuarto de siglo.

Al Jazeera

Indisolublemente vinculada a Al Jazeera –propiedad parcial del Estado– está la activa diplomacia del emirato, cuya influencia planetaria supera ampliamente lo esperable en razón de sus dimensiones como Estado. Y no cabe duda de que las autoridades del pequeño país árabe han pretendido desplegar ese poder blando con el Mundial 2022.

En el cínico y contradictorio escenario de Oriente Medio y el mundo en su conjunto, Qatar es estrecho aliado de China, amigo de Irán y de la Turquía de Erdogan y tradicional patrocinador de la organización islamista más antigua del mundo árabe, la Hermandad Musulmana, al tiempo que mantiene una buena relación con Estados Unidos (que cuenta en suelo qatarí con la base aérea de Al Udeid, la mayor de Washington en todo Oriente Medio).

En 2017, varios de sus vecinos árabes –Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Egipto– lanzaron una ofensiva diplomática contra el emirato tras ser acusarlo de financiar al terrorismo yihadista que se plasmó en un bloqueo económico y diplomático. Una crisis, eso sí, ya superada, pues en 2021 Riad y Doha hicieron las paces y Estados Unidos nombró a Qatar aliado principal no miembro de la OTAN.

En el centro de las críticas de la opinión pública mundial al pequeño país del golfo Pérsico –o Arábigo- se encuentra la ausencia de respeto a los derechos humanos básicos. Tampoco constituye un misterio la desigualdad en las condiciones materiales existente entre la población nativa y la inmigrante (los principales colectivos nacionales en Qatar por orden de importancia son indios, nepalíes o filipinos).

Diversas fuentes cifran en más de 6.500 el número de obreros fallecidos –cifra que ya barajaba el británico «The Guardian» en febrero de 2021– en la construcción de las flamantes instalaciones deportivas del Mundial que podrán disfrutar los aficionados.

Tampoco es un misterio el rechazo de las autoridades emiratíes hacia la homosexualidad o la situación de desigualdad que sufren las mujeres. Sin ir demasiado lejos, uno de los embajadores del Mundial y ex futbolista internacional con la selección qatarí, Khalid Salman, aseveró a un periodista alemán que la homosexualidad «es un daño en la mente».

A pesar de que el pequeño país del Golfo se adhiere al islam wahabí –una corriente rigorista suní, la misma adoptada por el régimen saudí–, no existe una policía de la moral ni se impide que las mujeres trabajen, conduzcan, disfruten del ocio y que se sirva alcohol a los extranjeros (circunscrito a los bares de los hoteles). El adulterio es delito y puede implicar penas de hasta siete años de cárcel.

«En Qatar las mujeres son sometidas totalmente a la tutela masculina, la homosexualidad está perseguida y penada con prisión, la tortura a presos es legal, los derechos sindicales y de libertad de expresión, de conciencia y de reunión están prohibidos. Por lo que se refiere a la libertad de expresión cada vez se imponen más restricciones», resume el periodista español Fonsi Loaiza, autor del ensayo «Qatar, sangre, dinero y fútbol».

Con todo, los aficionados que se desplacen hasta Qatar podrán disfrutar durante casi un mes de lujosas y modernas infraestructuras –las sedes de las distintas selecciones estarán físicamente más próximas que nunca gracias a las reducidas dimensiones del país- que son el resultado de una inversión de al menos 220.000 millones de dólares. También, cómo no, a pesar del conservadurismo imperante los hinchas podrán celebrar los éxitos de sus selecciones con alcohol, aunque conscientes de que en la rutilante autocracia qatarí la libertad comienza –o acaba– entre las paredes de los lujosos hoteles.