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Los Juegos del hambre

Necesitamos el carnaval olímpico para intuir que la vida, en sus alegrías más puras, todavía es posible

El Tokyo Stadium durante el partido de fútbol femenino entre Suecia y Estados Unidos
El Tokyo Stadium durante el partido de fútbol femenino entre Suecia y Estados UnidosYONHAPEFE

Los Juegos de Tokio serán recordados como los de la resistencia. Aguante ante el virus, que ya levanta la enésima ola, y frente a los desconchones provocados por el retraso. Muchos en Japón preferirían que hubieran sido suspendidos de nuevo. Crece el temor a los contagios. De momento ya son varios los atletas aislados por dar positivo. Los deportistas saben que tendrán que competir en unos estadios poblados de espectros, apenas saludados por unas gradas vacías. Pero los jerifaltes del deporte estiman que perdimos 365 días y cientos de millones en patrocinios y entradas. Han puesto en marcha controles draconianos. Los Juegos deben celebrarse para que al 2020 de la peste no le suceda el 2021 de la desolación, por más que las morgues vuelvan a llenarse de inquilinos.

La competición llega huérfana de monstruos sagrados. Nadie avizora sustituto para Usain Bolt, dios jamaicano que dejó tatuadas unas carreras apoteósicas y unas plusmarcas de extraterrestre. Tampoco parece probable que aparezca en un par de siglos otro Michael Phelps, cocodrilo poroso, que copó 28 medallas, de las que 23 fueron de oro. A falta de los dos grandes mitos asistiremos al nacimiento de los próximos ídolos, que destacarán en disciplinas que no imaginamos y harán soñar a los niños del futuro. Los predicadores del buen rollo pregonan el valor supremo de la participación con independencia del resultado. Lástima que el público, mucho más básico y sabio, busque villanos y héroes, duelos en el O.K. Corral, lágrimas en el rostro de los perdedores y mujeres y hombres capaces de burlar la muerte con gestas impensables. Lo de la solidaridad y el olimpismo dan para literatura de galletita china, no para congregar a varios miles de millones delante del televisor, enganchados al vértigo de los cuerpos perfectos y los logros al filo del tsunami.

Para evitar los brotes en la Villa Olímpica los periódicos informan de que los organizadores han repartido 160.000 condones. Una bagatela, según el «New York Post», frente a los 456.000 de los Juegos de Río, en 2016. La noticia más intrigante la protagonizan las camas de cartón, supuestamente incapaces de soportar el peso de dos personas. Como si eso importara. Los atletas pueden ejercitarse en el deleite más allá del mueble ridículo. Andan las autoridades aterrorizadas por la líbido de unos jóvenes finalmente emancipados de demasiados amaneceres nocturnos, de interminables sesiones en el gimnasio y otros juramentos monacales. Quienes sostienen que los deportistas se reencarnarán en seres angélicos conocen poco y mal la naturaleza humana, ávida de un contacto, un rock and roll y unos temblores proscritos por los sucesivos confinamientos. También hay quien sostiene que el desmadre de la Villa Olímpica nunca existió más allá de los chismes.

El 6 de abril de 1896 atletas de 12 países asistieron a la botadura de los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna. El acto fue celebrado en el Estadio Panathinaiko, construido en el 330 A.C. y reconstruido en níveo mármol del Monte Pentélico, cantera de los grandes templos atenienses. Según la crónica de la inauguración, que rescato del «New York Times»: «A las tres de la tarde, a pesar de unas nubes amenazantes e incluso un poco de lluvia, este enorme teatro al aire libre, que puede albergar a 40.000 personas de forma confortable, ya estaba a dos tercios de su capacidad, mientras que fuera, en las colinas que lo rodean, y también en la amplia avenida que llega hasta allí desde los jardines de palacio, había otros miles, igual de deseosos de verlo, aunque quizá demasiado pobres como para poder pagar la entrada de un dólar». 125 años más tarde la ciudad que sufrió el gran terremoto de Kantō de 1923, la misma que soportó los bestiales bombardeos con napalm de 1944 y 1945, revive con el agua al cuello del Covid-19 y la esperanza de un verano que alivie la pesadilla. Las grandes marcas temen por el retorno de sus desembolsos, los japoneses desconfían del tinglado y el resto del planeta suspira por conectarse delante del televisor. Intuimos que la pestilencia seguirá con nosotros después de los Juegos y es seguro que estamos todavía lejos de recuperar la normalidad. Pero a falta del delirio pronosticado por los nostálgicos de los felices veinte nos conformamos con el suspiro de los 100 metros y la electricidad retardada del viejo y épico maratón. Desconocemos si a la pandemia le sucederán páginas de champán y Scott Fitzgerald o discos como los de Sidney Bechet. Tenemos claro que necesitábamos el carnaval olímpico para intuir que la vida, en sus alegrías más puras e infantiles, todavía es posible. El deporte, como la poesía, el cine, la pintura o la música, no cura enfermedades. Pero ayuda a seguir tirando después de los meses aciagos y los días del miedo. Son los Juegos del hambre, entonces. Por imprudente que parezca, celebrarlos quizá ayude a confirmar que, contra todo pronóstico, respiramos.