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España lleva en el mismo sitio desde Atlanta 96

Nuestra representación se mantiene en la horquilla que va del undécimo al vigésimo quinto puesto

La abanderada española, la karateca Sandra Sánchez, ondea la bandera de España durante la ceremonia de clausura
La abanderada española, la karateca Sandra Sánchez, ondea la bandera de España durante la ceremonia de clausuraKai FörsterlingEFE

Los recién finalizados Juegos de Tokio fueron, en primer lugar, los de la reactualización del adagio coubertiniano porque los más de once mil atletas que estuvieron en Japón, con un año de retraso y la consiguiente perturbación de sus planes de entrenamiento, los disfrutaron en la consciencia de que, en efecto, lo importante era participar. A despecho de un batallón de cenizos, de un ejército de pesimistas, de una legión de alérgicos al disfrute del prójimo y de esa corriente del periodismo biempensante que, en las cuatro esquinas del mapa, daba la matraca con su monjil «la-salud-es-lo-primero», el deporte resplandeció para aliviar la penuria de otro verano de pandemia y ruina.

Durante los últimos días, cuando las medallas de cada delegación son habas contadísimas, uno se sorprende aliviado por las paradas de la portera canadiense en la tanda de penaltis que decidió el torneo de fútbol femenino –Suecia nos hubiese adelantado en el medallero de haber ganado– o calculando los puntos en la última prueba del ómnium, curioso ante el desenlace del duelo en las alturas entre China y Estados Unidos, resuelto a favor de los norteamericanos por el oro, sorprendente e in extremis, de la ciclista Jennifer Valente.

La experiencia, sin embargo, nos enseña que el reparto de preseas –¿alguien utiliza esta palabra fuera del contexto olímpico?– sufre pequeñas modificaciones de unos Juegos a otros, como si el sitio de cada nación estuviese prefijado en virtud de su población, condiciones socioeconómicas e inversiones en el deporte de alta competición. Existen movimientos significativos, sobre todo por la tradicional mejora del anfitrión, pero aquí ocurre como con las encuestas electorales: es más importante la tendencia que la foto fija. Nueve de los diez países que han encabezado el medallero, son los mismos que en Río –Corea del Sur dejó su sitio a los Países Bajos– y apenas si ha variado el orden. España hace «sur place», como los antiguos ases del velódromo está clavada en el mismo sitio desde hace treinta años.

Nuestra representación se mantiene en la horquilla que va del undécimo al vigésimo quinto puesto junto a Hungría, Croacia, Jamaica, Cuba, Kenia, Nueva Zelanda, Suiza, Canadá o Brasil. En este escalón, la movilidad es mayor porque un oro más o menos modifica varias plazas, como habría ocurrido con el mencionado caso de Suecia, cuyas futbolistas tuvieron en las botas la opción de ascender del puesto vigésimo tercero al decimosexto. La delegación nacional, mismo número de medallas que en Río pero casi la mitad de títulos –de siete a tres– acusó las ausencias de dos estrellas como Rafa Nadal y Carolina Marín, campeones en 2016, además de los tiros al poste de sus potentes equipos de vela y piragüismo.

El ranking por número total de medallas dejaría a España (17ª), igual que hace un lustro la habría hecho bajar del 14º al 18º lugar. Al final, o sea, cada cual ocupa el sitio que le corresponde, aunque haya casos como el de Ucrania, 44ª en el medallero pese a sus diecinueve podios (un solo oro). Pronosticar no es complicado: tres países se han estrenado en Tokio y dos de ellos, San Marino –impresionante la Serenísima República con cinco deportistas y tres medallas– y Burkina Faso, les avisamos aquí el 24 de julio. Faltaron Turkmenistán y su halterófila de plata porque no se puede controlar todo.