Montañismo

Wanda Rutkiewicz: la alpinista pionera que llevó el feminismo a los ochomiles

La estela de la himalayista polaca, desaparecida en el Kangchenjunga hace 31 años, ha inspirado a varias generaciones de mujeres en las grandes cumbres

Wanda Rutkiewicz en una subida en los Pirineos, 1969
Wanda Rutkiewicz, en una escalada en los Pirineos en 1969LR

A las tres y media de la madrugada del 12 de mayo de 1992, una mujer acostumbrada a derribar barreras, tenaz y perseverante hasta la extenuación, salía de su tienda del último campamento de altura con un solo objetivo en la cabeza: alcanzar la cumbre del Kangchenjunga (8.586 metros), la tercera montaña más alta de la tierra y su novena muesca en su afán por convertirse en la primera mujer en poner un pie en los catorce ochomiles. La polaca Wanda Rutkiewicz, seguramente la alpinista más brillante del siglo XX, estaba inmersa en un ambicioso reto que había anunciado tres años antes, «La caravana de los sueños», que confiaba le llevaría a hollar en menos de un año las ocho cumbres de más de 8.000 metros que le faltaban para completar la lista más selecta del alpinismo.

El Cho Oyu (8.201 metros) y el Annapurna (8.091 metros) ya habían engordado su historial ochomilista en apenas un mes el otoño del año anterior. Después del Kangchenjunga le esperaban Dhaulagiri, Manaslu, Makalu, Lhotse y Broad Peak. Y tras la última cima, la gloria. Wanda estaba a punto de cumplir 50 años y ya era una celebridad del alpinismo polaco –primera mujer en la cima del K2 y tercera en el Everest–, inmerso en una deslumbrante generación de escaladores que escribieron sus nombres en los anaqueles del himalayismo invernal.

Siguiendo la huella del mexicano Carlos Carsolio, Wanda afrontó la jornada de cumbre con la misma fuerza de voluntad que le había acompañado toda su vida. Con idéntica abnegación con la que entrenaba subiendo diez pisos con una mochila cargada de piedras o con la determinación que en 1982 le hizo recorrer con muletas la ruta de aproximación al campo base del K2 tras haberse fracturado la pierna dos veces.

"Sabía que nos despedíamos para siempre"

Pero ese día, Wanda pronto comprendió que no podía seguir el ritmo de su compañero, quien tras alcanzar la cima y de vuelta ya al campo IV se encontró a medio camino, a unos 8.200 metros, con la escaladora polaca sentada en una cueva de nieve intentando recuperar las fuerzas.

Carsolio le propuso que descendiera con ella, pero la palabra rendición no estaba en su vocabulario. Solo necesitaba dormir un poco para intentarlo al día siguiente. «Sabía que nos despedíamos para siempre», reconocería después Carsolio. No se volvieron a ver. En algún momento de ese 12 de mayo, o quizás al día siguiente –ahora hace 31 años–, Wanda perdió la vida y entró en la historia.

«Nunca busco la muerte; pero no me importa la idea de morir en las montañas. Para mí, sería una muerte sencilla (...) La mayoría de mis amigos están allí, en las montañas, esperándome», había escrito en alguna ocasión, como recoge Anna Kaminska en «La historia de Wanda Rutkiewitz» (Desnivel), la magnífica biografía de la alpinista polaca.

Acostumbrada a asomarse a abismos emocionales desde pequeña –su hermano Jurek murió al estallarle un proyectil de artillería mientras jugaba y su padre, Zbigniew, que imprimió en ella un carácter inconformista y buenas dosis de estajanovismo, fue asesinado–, Wanda había hecho de su vida una meta. Empeñada en ser la mejor, lejos de zarandear sus propósitos, los inevitables fracasos no hacían sino espolear su ambición.

La advertencia de su madre

Adelantada a su tiempo, se granjeó no pocos recelos –sobre todo entre parte de la comunidad de escaladores polacos de su generación, a quienes llegó a oscurecer adelantándose en la conquista del Everest– al promover cordadas exclusivamente femeninas en tiempos yermos para la visibilidad y el empoderamiento. Tenía, además, una acusada conciencia ecológica y no era raro verla llenar su mochila de desperdicios para no dejar basura en las grandes montañas.

Admirada por unos –Reinhold Messner se cuenta entre quienes siempre la defendieron– y odiada por otros, no dejaba indiferente a nadie.

Pero la Wanda Rutkiewicz que afrontó el Kangchenjunga a punto de doblar el medio sigo no era ya la misma alpinista rebosante de fortaleza física de esa lejana primera expedición al Himalaya de 1975, en los Gasherbrum. Minada su resistencia por los percances físicos y, quizá apesadumbrada por tantas ausencias (había perdido ya a decenas de compañeros en las montañas), tenía todo a favor para desistir. Pero, ¿cómo hacerlo? «Me gustaría ser una mujer de esas que están en casa y van con su marido y sus hijos al parque los domingos...pero no puedo renunciar a la montaña», había confesado a sus íntimos en alguna ocasión.

Habían pasado más de 30 años de sus primeras escaladas en los montes Sokolik y en los Tatras de su Polonia natal. Y ahora, ese 12 de enero de 1992, a escasos 300 metros de desnivel de su noveno ochomil, sentada sobre la nieve, tampoco quería rendirse.

Quizá simplemente se detuvo recordando la advertencia de su madre, siendo Wanda todavía una adolescente, de que si algún día iba al Himalaya no subiera hasta la cima del Kangchenjunga, porque en Sikkim una leyenda local asegura que en su cima, tan cerca de donde se quedó para siempre, moran los dioses.