Opinión

Gordos y sedientos

Hay que preservar el agua como un bien imprescindible. ¿Cómo? Consumiendo menos. Todos y de todo

Todas las grandes civilizaciones se han desarrollado junto a los márgenes de caudalosos ríos o acuíferos. Desde los sumerios, junto al Tigris y el Éufrates, a los egipcios y su Nilo, Atenas y sus tres ríos históricos o Roma y el Tíber. Del río Tinto, en la onubense Palos de la Frontera, salieron hace más de 500 años tres carabelas para volver cargadas de tesoros remontando el Guadalquivir hacia Sevilla, un puerto fluvial seguro que ostentó durante dos siglos el monopolio de la Carrera de Indias con su Casa de la Contratación. Ríos que fueron abrigo y sustento de ciudades imperiales en todos los rincones del orbe. Por eso, muchas de esas civilizaciones colapsaron en la antigüedad por las sequías. Un hecho que comienza a amenazar a nuestras metrópolis de hoy.

En 2030, la demanda de agua potable será un 40% superior a la oferta y obligará a los gobiernos de todo el mundo a desembolsos de 136.000 millones de euros anuales, según los informes de la ONU. Más de 6.000 millones de seres humanos sufrirán escasez de agua potable a mediados de este siglo. Pero la mala gestión de los recursos hídricos no solo amenaza nuestra sed y a la agricultura, sino también a industrias punteras que consumen grandes cantidades de agua, como la de los semiconductores. La firma TMSC, uno de los mayores fabricantes de este producto, consume 156 millones de litros diarios y comienza a tener problemas de producción por las sequías que sufre Taiwán. Se calcula que las empresas consumen hoy 700 veces más agua que petróleo.

La situación es desde luego preocupante. En Brasil, una de las mayores reservas de agua dulce del mundo, se ha perdido la sexta parte de sus áreas cubiertas de este preciado bien en tres décadas. La principal reserva hídrica del mundo se está secando. El Pantanal, el mayor humedal del planeta, está en peligro creciente. En total, se trata de tres millones de hectáreas de aguas superficiales perdidas en el gigante suramericano, un área equivalente al tamaño de Bélgica, según un estudio publicado estos días. Con esta predicción, realizada en función de imágenes de la zona capturadas por satélite entre 1985 y 2020, la superficie con agua dulce de Brasil habría pasado de 19,7 millones de hectáreas en 1991 a 16,6 millones de hectáreas en 2020, una reducción de 15,7%.

Brasil, que vive su peor crisis hídrica en los últimos 91 años, posee el 12% de las reservas de agua dulce del planeta y el 53% de los recursos hídricos de Suramérica. Los cambios climáticos, la deforestación –especialmente la de la Amazonía brasileña, pues un tercio de las lluvias del país provienen de esa gigantesca selva tropical–, la construcción de hidroeléctricas y el uso excesivo del agua para el agronegocio, entre otras, son las principales causas de que el gigante suramericano se esté secando, según los expertos. Los datos oficiales indican que la deforestación de la mayor selva del planeta en 2020 fue de 10.851 kilómetros cuadrados.

El Pantanal, compartido por Brasil, Bolivia y Paraguay, tiene 250.000 kilómetros cuadrados de extensión, y un 60% está en territorio brasileño. En su mayor periodo de esplendor recogido, en 1988, se registraron 2 millones de hectáreas de aguas superficiales, mientras en 2020 solo sumaba 458.903 hectáreas, lo que supone una reducción del 78%.

Necesitamos preservar los acuíferos y, para ello, todas las selvas del planeta. ¿Cómo? Consumiendo menos. De todo. La mitad de la Humanidad opulenta revienta por los cuatro costados. La obesidad es un mal endémico, mientras en la otra mitad del planeta se mueren de hambre. Estamos gordos, en todos los sentidos. Empecemos por comer menos y mejor. Por no malgastar el agua. Por cuidar la naturaleza y colaborar más en el reciclaje. Por no arrasar con los bosques ni las costas. Por dejar a los animales en paz y simplemente observarlos a distancia. Por no cambiar de móvil ni de coche ni de ropa como por simple moda. O nos ponemos ya o nos vamos al carajo.