El desafío independentista
Cataluña, en la encrucijada del 21-D
El próximo jueves, Cataluña acogerá las primeras elecciones después de la declaración unilateral de independencia y de la consiguiente suspensión de la autonomía merced a la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Desde entonces, también hemos ido adquiriendo una imagen más fidedigna sobre cuáles fueron –y continúan siendo– las repercusiones económicas más dañinas de este aventurismo político: un frenazo en seco de la inversión y, en consecuencia, del crecimiento económico y de la generación de empleo.
Primero: síntomas del frenazo de la inversión los hemos vivido en, por un lado, la fuga hacia el resto de España de la sede social de más de 3.000 empresas y, por otro, el estancamiento del precio de la vivienda en la región. Es verdad que, como ya tuvimos ocasión de exponer en su momento, el traslado de sedes sociales no implica necesariamente una suspensión de la inversión final en Cataluña, pero sí constituye un incontestable síntoma de una honda desconfianza hacia la economía de la región. Y esa honda desconfianza sí tiende a congelar la inversión. Algo que se ha terminado manifestando en el enfriamiento de la inversión inmobiliaria en Cataluña y, por ende, en una parálisis de los precios de sus viviendas, mientras éstos crecían a ritmos del 6,7% en el resto del país.
Segundo: la menor inversión en Cataluña ha repercutido negativamente sobre su crecimiento económico. De acuerdo con la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), el PIB catalán se expandirá únicamente un 0,5% durante el cuarto trimestre del presente ejercicio. Un dato que el ministro De Guindos ha rebajado todavía más, hasta al 0,4%. Teniendo en cuenta que Cataluña creció al 0,8% durante el trimestre anterior, podemos cifrar la pérdida de actividad vinculada a la DUI en más de 1.000 millones de euros. No es de extrañar. Cuando la inversión se detiene, la producción agregada también lo hace. Y tercero: la menor actividad económica también repercute en una menor creación de empleo –o en un mayor incremento del paro–. En el mes de octubre, el desempleo aumentó en la región al mayor ritmo desde 2008, mientras que en noviembre hizo lo propio, pero con respecto a 2009. Cataluña ha pasado de ubicarse a la vanguardia de la creación de empleo en España a liderar, en los últimos meses, su destrucción. Tampoco es sorprendente. Cuando la actividad económica se frena, el empleo también lo hace.
A falta de conocer nuevos datos que confirmen o desmientan esta preocupante tendencia, la sensación provisional es que las heridas económicas de Cataluña, generadas por la enorme incertidumbre política de las últimas semanas, son profundas. Si esa incertidumbre continúa enconándose durante los próximos trimestres, el daño podría resultar todavía más intenso. Y hay muchas formas de que esa incertidumbre se encone: no sólo proseguir con el aventurismo de la DUI, sino también que la Generalitat se eche en brazos de formaciones políticas radicalmente liberticidas como las CUP (las cuales han llegado a proponer renacionalizar la mayor parte del tejido empresarial para evitar que abandone la región).
En definitiva, Cataluña se encuentra instalada en una inestabilidad institucional generalizada. Semejante inestabilidad constituye una de las mayores amenazas para la prosperidad de cualquier sociedad. La inversión, la actividad económica y el empleo dependen críticamente de la confianza de capitalistas, empresarios y trabajadores. Confianza que lleva meses agrietándose y que, según las decisiones que se adopten tras el 21-D, podría terminar quebrando.
No elevemos el SMI
El Ministerio de Empleo ha planteado elevar el salario mínimo interprofesional de 2018 hasta los 735,9 euros mensuales por 14 pagas, 858,55 euros en doce mensualidades. Si tenemos en cuenta las cotizaciones sociales a cargo del empresario, así como otros gastos que éste ha de soportar, el coste laboral mínimo de contratar a un trabajador en España supera los 1.200 euros mensuales. Y, en contra de lo que suele afirmarse desde determinadas tribunas políticas, incrementar el coste mínimo de contratar a un trabajador no consigue elevar los desembolsos que los empresarios destinan a tal menester: lo que consigue es que se contrate de un modo mucho menos intenso. En un país con pleno empleo, subir el salario mínimo oscilaría entre lo innecesario y lo injusto; en un país que, como España, sigue padeciendo la omnipresente plaga del desempleo, representa un injustificable despropósito electoralista.
La advertencia de Draghi
El presidente del BCE, Mario Draghi, se desmarcó esta semana de la decisión de elevar los tipos de interés que previamente había adoptado su colega Janet Yellen al frente de la Reserva Federal. Draghi no sólo optó por mantener los tipos en mínimos históricos, sino que también lanzó un aviso a los gobiernos europeos: la actual calma económica –inflación moderada, crecimiento inusualmente alto y tasa de desempleo en niveles precrisis– no será eterna y las turbulencias volverán en algún momento. De ahí que, sostiene el italiano, el impulso reformista deba mantenerse inalterado. Europa todavía necesita de una liberalización estructural que le permita capear las crisis con mayor flexibilidad. Lo que se le olvidó mencionar a Draghi, empero, es que cuanto más tiempo mantenga él artificialmente reducidos los tipos de interés, más estará alimentando la crisis del futuro contra la que ahora nos advierte.
La CNMC, a favor de Uber
La Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia ha criticado –por enésima vez– las trabas que las distintas administraciones públicas están colocando contra plataformas como Uber y Cabify para así proteger al gremio del taxi. De acuerdo con la CNMC, este conjunto de medidas restriccionistas tan sólo busca beneficiar a los taxistas aun a costa de perjudicar a los usuarios finales: menor competencia en el sector significa, en última instancia, mayores precios y peores calidades. La liberalización de este servicio –a través de la eliminación del anacrónico sistema de licencias– debería resultar imperativo para cualquier político que piense en el bienestar de sus ciudadanos. Sucede, claro, que los políticos no piensan en nada parecido, sino en garantizarse su reelección, favoreciendo a aquellos grupos lo suficientemente organizados como para ayudarles en su auténtica meta: conservar el poder.
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