Opinión

Luchar por toda una generación

El coronavirus amenaza con diezmar a nuestros mayores, aquellos que más se han sacrificado por el bienestar de los suyos y por hacer de España una de las democracias más sólidas del mundo.

La epidemia del coronavirus se está ensañando con los ancianos y con aquellas personas mayores de sesenta años que presentan cuadros clínicos con patologías previas. La estratificación de los datos por segmentos de edad da cuenta de esta tremenda realidad, que amenaza la vida de toda una generación de españoles, y no, precisamente, la que menos se ha sacrificado por el bienestar de los suyos y por hacer de España una de las democracias más avanzadas del mundo.

Los índices de letalidad del Covid-19 son del 15 por ciento entre los mayores de 80 años, y del 5,11 por ciento entre quienes tienen más de 70, según los informes que viene haciendo públicos el Ministerio de Sanidad. Más allá de los fríos guarismos, todos hemos sido testigos espantados de la tragedia que ha asolado muchas residencias de ancianos, sorprendidas por la virulencia de la pandemia, pero, también, del goteo de muertes de personajes públicos, estrechamente vinculados a nuestra reciente historia, que nos habla de la intensidad de este mal. Muertes más dolorosas si cabe, porque las circunstancias de la emergencia impiden a los deudos acompañarles en sus últimos momentos y despedirse de sus seres queridos, truncando el proceso de duelo.

La epidemia ha puesto a prueba, todavía lo está haciendo, el sistema sanitario español, desbordado por un virus que, en expresión gráfica de los médicos intensivistas, se comporta como un monstruo que obstruye las vías respiratorias y se resiste a las terapias conocidas. Sólo el mantenimiento prolongado de la respiración asistida en las UCI, junto con otros tratamientos complementarios, amplían las probabilidades de supervivencia de los enfermos de mayor edad. Esta presión sobre un sistema hospitalario sobrecargado, con escasez de medios materiales y humanos, que se trata de corregir desde una cierta improvisación, como, desafortunadamente, estamos viviendo, ha llevado a plantear ante la opinión pública el falso dilema ético de si es conveniente, a los efectos prácticos de la lucha contra la epidemia, emplear recursos que escasean, como los respiradores, en personas que se encuentran al final de su vida o que son débiles por razón de su estado de salud previo en lugar de concentrar todos los esfuerzos en aquellos más jóvenes, con mejor pronóstico.

Una disyuntiva que, desde el punto de vista moral de una sociedad como la nuestra, esencialmente familiar, capaz de mantener una red de afectos y solidaridad intergeneracional sólida, como se demostró en la pasada crisis financiera de 2008, cuando fueron las pensiones de los mayores las que mantuvieron en pie muchos hogares golpeados por el paro de hijos y, aún, de nietos, no tiene el menor recorrido. De ahí que no pueda ser más rechazable en el sentir de la mayoría de los españoles, el reproche que llega desde los Países Bajos –extendido asimismo a Italia–, cuyas autoridades sanitarias apuestan por descartar el tratamiento médico para sus ancianos, aconsejando a las familias que renuncien a solicitar el ingreso hospitalario en aquellos casos de peor pronóstico. Una decisión, sin duda, eminentemente práctica, que, por cierto, también se pretenden aplicar a quienes padecen enfermedades crónicas concomitantes con el virus o a los enfermos mentales, pero que, entre otras cuestiones, nos plantea serias preguntas respecto a las bases éticas e ideológicas sobre las que se quiere conformar la unidad de los europeos, más allá de la economía y las finanzas. No es ese, al menos para quienes nos consideramos herederos de la tradición judeocristiana, sobre la que descansan los cimientos de Europa, el camino a seguir. Nuestros mayores cuentan, y mucho, en el cuerpo social. Y debe ser un orgullo empeñarse la defensa de su bienestar y de su salud cuando más difíciles se presentan las circunstancias.