Editorial
La lucha interminable contra el yihadismo
Occidente libra una lucha interminable contra el yihadismo que se alimenta de una multiplicidad de redes de adoctrinamiento, financiadas por docenas de grupos, gobiernos e instituciones vinculadas al rigorismo más extremo del islam.
Desde los terribles atentados del 11 de marzo de 2004, las Fuerzas de Seguridad del Estado han detenido a un total de 1.088 terroristas islámicos y han desarticulado un centenar de células islamistas, la mayoría en proceso de organización. En el resto de Europa, con cifras a partir de 2010, han sido alrededor de 5.000 los presuntos terroristas islamistas capturados, la mayor parte, también, antes de que pudieran actuar. Es, pues, un hecho que el intenso trabajo policial, la colaboración internacional y la concienciación de la ciudadanía han llevado a niveles de alta eficacia la guerra contra un tipo de terrorismo que, salvo excepciones, no responde a los cánones clásicos de las organizaciones criminales, sino que se sirve de individuos que actúan de acuerdo a instrucciones genéricas difundidas por las redes sociales, sin coordinación y sin redes de apoyo.
El mismo número de las detenciones practicadas dan cuenta de la magnitud de la amenaza a la que están sometidas las sociedades occidentales y de la dificultad objetiva de los cuerpos policiales para operar preventivamente contra unos asesinos sin vinculación previa con grupos terroristas y que se albergan en el seno de las comunidades de inmigrantes de origen musulmán, que en su inmensa mayoría rechazan el terrorismo, más si se escuda tras justificaciones religiosas.
Perfiles como los del autor de los ataques de Algeciras del pasado miércoles, o del que cometió el mismo día el asesinato a puñaladas de dos viajeros en un tren al norte de Alemania, se repiten con frecuencia: inmigrantes inadaptados, en situación de marginalidad, con problemas penales previos y procesos de radicalización rápidos, generalmente a través de internet, a veces, influidos por la acción de imanes extremistas, en centros de oración salafistas en condiciones de semiclandestinidad.
Valgan estas consideraciones para, sin ánimo de minusvalorar la tragedia ni las responsabilidades institucionales a que haya lugar, poner en su justa medida circunstancias como la orden incumplida de expulsión que pesaba desde hace meses sobre el asesino. No es sólo que los procedimientos de expulsión sufran un colapso administrativo, con cientos de miles de órdenes pendientes, sino que el autor de los apuñalamientos no estaba en el radar de las brigadas especializadas en terrorismo islamista porque no había dado motivo a sospecha alguna.
La cruda realidad es que Occidente libra una lucha interminable contra el yihadismo, sin líneas de frente ni enemigo reconocible, que se alimenta de una multiplicidad de redes de adoctrinamiento, financiadas por docenas de grupos, gobiernos e instituciones vinculadas al rigorismo más extremo del islam. Es una tarea ímproba, que se lleva a cabo día a día, que consigue reducir la amenaza, pero que no garantiza la seguridad absoluta.
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