Editorial

La amnistía crispa las instituciones

Nos hallamos ante un episodio más, y no menor, de la resistencia de los hombres y mujeres que integran los altos cuerpos de funcionarios del Estado a admitir el engendro legal de la ley de amnistía.

MADRID, 24/01/2024.- El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz tras tomar posesión de su cargo tras ser reelegido, en un acto celebrado este miércoles en la sede del Tribunal Supremo de Madrid. EFE/ Javier Lizon /POOL
El fiscal general del Estado toma posesión de su cargoJavier LizonAgencia EFE

El hecho de que se produzca una divergencia de criterios entre los fiscales a la hora de tipificar una conducta delincuencial o informar en un procedimiento judicial entra, por supuesto, en el ámbito de una justicia que no está regida por autómatas, sino por profesionales con excelente formación jurídica y discernimiento propio. Igual reza para los casos, generalmente minoritarios, en los que existe diferencia de opinión entre los fiscales jefes y sus subordinados, donde, como es lógico, prima el principio de jerarquía y unidad de actuaciones, que consagra el estatuto del Ministerio Público, pero que, al contrario de lo que suelen interpretar los políticos, no supone que los fiscales estén sometidos al arbitrio del gobierno de turno.

Ahora bien, la situación que estamos viviendo en la Fiscalía del Supremo con motivo de la calificación de delito de terrorismo en la causa abierta contra el ex presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, va mucho más allá de esas normales discrepancias, para convertirse en un pulso por la independencia de las actuaciones judiciales entre una mayoría cualificada de los fiscales y un mando jerárquico, el fiscal general del Estado, figura con evidentes vinculaciones con el presidente del Ejecutivo, Pedro Sánchez, que no lo olvidemos, está urgido por unos acuerdos de investidura con la formación separatista que lidera Puigdemont y que giran exclusivamente en torno de la impunidad de los responsables de la intentona secesionista del procés y de las violentas revueltas callejeras que siguieron a las condenas de Oriol Junqueras y compañía.

En realidad, nos hallamos ante un episodio más, y no menor, de la resistencia de los hombres y mujeres que integran los altos cuerpos de funcionarios del Estado a admitir el engendro legal de la ley de amnistía, pero, sobre todo, a comulgar con las piedras de molino del argumentario gubernamental. Y no es sencillo ni fácil defender hasta las últimas consecuencias la primacía del ordenamiento jurídico y la misma lógica constitucional –como, por ejemplo, han hecho los letrados dimisionarios de las Cortes–, cuando el propio gobierno de la Nación, con el poder que le otorga el BOE y los reglamentos, presiona abiertamente para que las actuaciones judiciales y los dictámenes jurisdiccionales vayan en una determinada dirección.

Cabe preguntarse hasta qué punto puede el jefe del Ejecutivo tensionar las instituciones del Estado, enfrentando entre sí a los servidores públicos, para imponer su voluntad. Pero, también, cabe preguntarse si el presidente del Gobierno era consciente cuando estableció sus pactos con los nacionalistas de que la democracia española tiene a su servicio a unos cuerpos de funcionarios muy conscientes de sus deberes. Al final, el Gobierno se saldrá con la suya. Pero el daño causado por la crispación de la inicua amnistía exigirá reparación.