Editorial
Puigdemont, hacia el final de la larga fuga
No es sólo un paso más en la restitución de la legalidad ultrajada por los separatistas catalanes, sino el reconocimiento de la legitimidad de la democracia española y de sus tribunales de Justicia.
La resolución del Tribunal General de la Unión Europea, por la que desestima los recursos presentados por el ex presidente de la Generalitat Carles Puigdemont y sus ex consejeros Toni Comín y Clara Ponsatí contra la decisión del Parlamento Europeo de suspender su inmunidad, no es sólo un paso más en la restitución de la legalidad ultrajada por los separatistas catalanes, sino el reconocimiento de la legitimidad de la democracia española y de sus tribunales de Justicia, puesta ignominiosamente en duda por un magistrado belga.
Significa, también, que se aproxima el único final posible para la escapada de Puigdemont, en flagrante rebeldía, por más recursos que interponga ante unos tribunales europeos que ya han dicho, alto y claro, que no les corresponde a ellos entrar en el fondo de la cuestión, la culpabilidad o no de los demandantes, porque se trata de una competencia exclusiva de los tribunales españoles. Por supuesto, podrá el ex presidente catalán seguir dilatando el proceso con sus carísimos equipos de abogados, con el objetivo de que la nueva Eurocámara que surja de las urnas en 2024 se haga eco de sus enredos y pueda seguir ganando tiempo, pero, a los efectos que importan, el de la prevalencia de la ley, es algo que ya carece de importancia una vez que el magistrado Pablo Llarena, desde la profunda convicción de que la justicia siempre se abre camino, decidió llevar al seno de la Unión Europea la discusión, primero, y corrección, después, de lo que podemos denominar «anomalía belga», que tanto daño venía causando al espacio judicial común, al poner en cuestión la legalidad de las euro órdenes de detención.
Surge, asimismo, una reflexión política sobre la dimensión internacional del fracaso del proceso independentista y sus sostenidos intentos de desprestigio del sistema democrático español, caricaturizado a brocha gorda poco menos que como una dictadura. No ahorraron en gasto público, precisamente, para extender por Europa la idea victimista de un pueblo aherrojado en sus libertades y es preciso reconocer que, al principio, tuvieron cierto éxito, pero sólo hasta que llegó el momento de pasar de la narrativa a los hechos.
Y, ahí, el Parlamento Europeo y el resto de las instituciones comunitarias han jugado un papel determinante que era, todo hay que decirlo, el único que respondía al fondo de la cuestión, que España es una de las pocas democracias plenas que existen en el mundo y que sus leyes y códigos gozan de la más absoluta legitimidad. Es, en realidad, lo que ha venido a determinar el Tribunal General de la Unión Europea, al entender que la retirada de la inmunidad parlamentaria por la Eurocámara no solo es legal, sino que respondía a la ilegalidad de origen en la adquisición del acta de diputado por parte de los demandantes.
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