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Editorial

El recto español en las dos orillas

Puso al servicio de la defensa de la Constitución en Cataluña todo su prestigio internacional, toda su fuerza creadora y todo su bagaje como defensor de la libertad y la democracia allí donde se viera amenazada, sin importar el color político de los liberticidas.

La Academia Sueca del Premio Nobel recuerda a Mario Vargas Llosa, "el corazón" del 'boom' latinoamericano EUROPAPRESS

La obra literaria de Mario Vargas Llosa (Arequipa 1936-Lima 2025) es, fundamentalmente, americana y, precisamente por ello, española, porque la América del escribidor peruano es desmesurada no sólo en lo geográfico, sino, también, en lo humano y de ello, de la desmesura, hay materia más que suficiente de estudio en las dos orillas de ese Atlántico, que, más que frontera, es pasillo de una casa grande. Con esta cuna, que las circunstancias de una vida novelesca haría doble, no es de extrañar que haya muchos Vargas en uno, como una figura poliédrica que, según el lado que encaremos, nos producirá gozo, rechazo, curiosidad, entretenimiento o repudio, pero, sobre todo, fascinación. Porque Vargas Llosa ha sido uno de los pocos escritores que siempre ha sabido diferenciar con exquisita penetración la realidad, es decir, los hechos, de la ficción literaria. No hay mezcla alguna, por más que sus relatos puedan sostenerse sobre una pátina de veracidad, que no es otra cosa que documentación bien tratada.

De ahí, que su labor como periodista y sus incursiones, no muy afortunadas, en la política no hayan sufrido las deformaciones de esa plaga que hoy llamamos «relato» o «verdad alternativa», pero que siempre fueron mentiras. Como investigador, notario de la realidad, Mario Vargas Llosa afrontó uno de los casos más terribles de la llamada «Violencia Política» en su país, la matanza de Uchuraccay, en enero de 1983, en el que un grupo de comuneros indígenas de la Puna de Ayacucho mataron con palos y piedras a ocho periodistas, su guía y un lugareño, al confundirles con supuestos terroristas de Sendero Luminoso. El escritor presidió la comisión de investigación y sus conclusiones, como un escalpelo de la realidad india en el alto Perú, le supusieron el rechazo frontal y las consiguientes campañas de descrédito de la izquierda iberoamericana y, también, europea, origen, sin duda, del ajuste ideológico que, con el tiempo, llevaría al antiguo defensor de Fidel Castro al campo de la democracia liberal y representativa, en el que militó desde la más firme convicción de que sólo desde el respeto a las reglas democráticas y a los ordenamientos jurídicos libremente acordados por el cuerpo social es posible el desarrollo en libertad de las naciones.

Y bien sabía Mario Vargas Llosa que los atajos políticos, el populismo y la ajuricidad, prácticas comunes a izquierdas y derechas en esa América desmesurada de la que hablábamos al principio, siempre habían sido el lastre del progreso en las repúblicas iberoamericanas. Nadie, pues, podía sorprenderse cuando el escritor peruano y, despojado de su nacionalidad por un grotesco espadón sin uniforme, luego español, puso al servicio de la defensa de la Constitución en Cataluña todo su prestigio internacional, toda su fuerza creadora y todo su bagaje como defensor de la libertad y la democracia allí donde se viera amenazada, sin importar el color político de los liberticidas o la incomodidad de salirse del lugar en el que se suponía que debían permanecer los «grandes momios» de la literatura.

Pero, no es posible ocultarlo, en la posición de Mario Vargas Llosa había mucho más que una defensa de oficio del orden constitucional, del estado de Derecho y de una democracia de las libertades, había un profundo sentimiento de afecto y sentido de la pertenencia a España que nunca quiso ocultar y que, por supuesto, siempre supo conjugar con el gran amor que sentía por su patria de origen, nunca olvidada en el transcurso de una peripecia vital que le llevó a forjar parte de su humanidad en la otra orilla. Así, Mario Vargas Llosa se instaló durante sus últimos veinte años en Madrid, pero, al final, cuando el venteo de lo inevitable se le hizo patente regresó a Lima para morir en la tierra que le vio nacer y en la que se bebió el aroma imperecedero que perfuman sus letras.