Editorial
Voluntarismo frente a la realidad tecnológica
El valor de la libertad de movimientos que conceden los actuales automóviles, su relación con la vida laboral, el ocio o las relaciones familiares no debería despreciarse como factor de disrupción social.
N i siquiera desde el optimismo más mágico se puede considerar que en el corto plazo de 12 años la Unión Europea estará en vías de completar la transición del parque automovilístico hacia la movilidad eléctrica. De ahí, que la propia Comisión se haya guardado una carta en la manga, en forma de un procedimiento de evaluación, a aplicar en 2026, con el objetivo de examinar los avances tecnológicos en materia de nuevos combustibles sintéticos y, también, sobre el desarrollo de las infraestructuras de recarga eléctrica, necesarias para atender un parque, como el «actual», de más de 330 millones de vehículos.
Y si recalcamos actual es porque, de toda evidencia, la destrucción voluntaria de la industrial de automóvil europea, tal y como hoy la conocemos –que en el caso español supone el 10 por ciento del PIB– corre el riesgo de acabar con la universalización del vehículo privado, de amplios rangos de precios, que quedaría reservado para las economías domésticas más fuertes, como a principios del siglo pasado. Con el riesgo añadido de que sean los grandes complejos industriales asiáticos y norteamericanos lo que acaben por copar el mercado automovilístico mundial.
Por supuesto, la razón esgrimida, la reducción de las emisiones de CO2 para luchar contra el calentamiento global, es loable, por más que las emisiones que produce la automoción privada europea, sobre la que gira el proyecto comunitario, apenas supongan un mínimo porcentaje del CO2 emitido globalmente, con China, Estados Unidos e India, a la cabeza.
Hablamos, además, de una transformación profunda del modelo social vigente que no viene dada por una decisión libre del consumidor –como fue, por citar un ejemplo indiscutible, la implantación generalizada de la telefonía móvil en menos de dos décadas–, sino por una normativa impuesta desde los poderes políticos que corre el riesgo de provocar una reacción popular de graves consecuencias. Entre otras razones, porque el valor de la libertad de movimientos que conceden los actuales automóviles, su relación con la vida laboral, el ocio o las relaciones familiares no debería despreciarse como factor de disrupción social, que ni la previsión de fuertes ayudas públicas puede conjurar.
Ciertamente, asistimos a una muestra de voluntarismo político que, una vez más, choca con la realidad, en este caso, del estado de la tecnología eléctrica en la automoción, que sigue teniendo la espada de Damocles en las baterías –pesadas, con limitación de autonomía y difícilmente reciclables. Es decir, las mismas limitaciones que presentaban cuando se inventaron en el ya lejano año de 1859. Tal vez, convendría alejar el objetivo en un horizonte temporal más largo, confiando en los nuevos desarrollos tecnológicos y, sobre todo, en el liderazgo de una industria que ha demostrado a lo largo de siglo y medio su capacidad de innovación.
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